Tribuna:

Animales

Más de un 30% de las familias de nuestro país tiene una mascota. A mucha gente le gustan los animales domésticos y a veces, en la quietud de la media tarde o en el silencio de la noche, uno puede pasear por la ciudad mientras escucha esa selva repartida en las casas. La selva secreta y sin nombre de los gatos, los perros o las aves exóticas que maullan, ladran, gritan desde sus cajas de cartón, sus casetas, sus jaulas con columpio. A algunas personas les gusta ese sonido; a otras, nos entristece, nos aterra.Con los animales pasa como con casi todas las cosas: a menudo, sólo se quiere defen...

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Más de un 30% de las familias de nuestro país tiene una mascota. A mucha gente le gustan los animales domésticos y a veces, en la quietud de la media tarde o en el silencio de la noche, uno puede pasear por la ciudad mientras escucha esa selva repartida en las casas. La selva secreta y sin nombre de los gatos, los perros o las aves exóticas que maullan, ladran, gritan desde sus cajas de cartón, sus casetas, sus jaulas con columpio. A algunas personas les gusta ese sonido; a otras, nos entristece, nos aterra.Con los animales pasa como con casi todas las cosas: a menudo, sólo se quiere defender a los que están más lejos, los que no nos implican ni nos comprometen. Por algún motivo, nos parece increíble que se cace y devore, por ejemplo, un delfín: en Perú aún lo hacen, su comercio está absolutamente prohibido pero uno puede encontrar en Lima varios restaurantes clandestinos donde se sirve carne de delfín macerada en limón. Eso nos parece increíble.

En muchos lugares de Asia, por ejemplo en Vietnam, en Corea y en algunas zonas de China, se comen a miles los caballitos de mar; los pescadores los atrapan con redes ilegales y los venden en mercados callejeros. Naturalmente, sus consumidores saben que el misterioso hipocampo es una especie protegida, que su número de ejemplares desciende cada año de forma dramática y que, hoy en día, se encuentra en serio peligro de extinción. Pero dicen que rebozados y fritos en aceite son muy sabrosos; hay que tomarlos enteros, con cabeza, y echarlos a la sartén mientras se conservan frescos o, todavía mejor, echarlos cuando aún están vivos, como hacemos nosotros con los cangrejos. Eso también nos parece increíble, nos parece un acto cruel e irresponsable, una costumbre bárbara. Sin embargo, una cosa es que a muchas mujeres y muchos hombres todo eso les parezca increíble y otra cosa muy distinta es que vayan a dejar de ir a la pescadería o la carnicería en busca de los bocados más tiernos, de las reses más jóvenes o los peces más diminutos, esos que hay que capturar con redes tan tupidas y tan ilegales como las que echan en las aguas de Vietnam o de Corea o de China los desalmados cazadores de caballitos de mar.

¿Se pueden establecer semejanzas parecidas cuando se habla de las mascotas? ¿Se pueden establecer comparaciones? Seguramente, no del todo. Hay desgraciados que maltratan a sus animales, que les pegan o les hacen pasar hambre o los abandonan cuando se cansan de ellos. Hay insensatos que causan catástrofes medioambientales con esos abandonos: en el subsuelo de Nueva York existe una raza de caimanes ciegos que surgió en las alcantarillas de la ciudad después de que algunos coleccionistas tirasen docenas de ejemplares, cuando eran crías, por los retretes de sus apartamentos; y en Londres, hace algunos años, se pusieron de moda las tortugas; los ingleses se las compraban a sus hijos o se las regalaban a sus parejas, les construían acuarios con luces e islas artificiales; pero la moda pasó, las tortugas crecieron hasta hacerse incómodas y mucha gente tuvo la misma idea: ¿por qué matar a los pobres bichos? Es mucho mejor dejarlos en libertad, soltémoslos en el Támesis. Las tortugas se multiplicaron a velocidad de vértigo, devoraron a varias especies autóctonas y alteraron el equilibrio del río, que sufrió metamorfosis, pérdidas y daños inmensos y cuyo saneamiento y repoblación costó millones de libras esterlinas.

Otra gente no es así, desde luego. Otra gente tiene a sus animales limpios y bien alimentados, aunque no por eso deje de tenerlos cautivos. Por supuesto, su cautiverio no es comparable al de los osos de los que hablaba hace unos días el periódico. Esos osos que tienen presos en los mismos países donde se comen a los caballitos de mar, en China, en Coreal del Norte, en Vietnam, a los que extraen cinco litros de bilis al año. Son una especie protegida, pero la bilis es un buen negocio, se vende muy cara, dicen que alivia la irritación de los ojos, baja la fiebre y es buena para purificar el hígado. Hay más de 7.000 osos en las granjas que se dedican a comerciar con su bilis, que se paga, una vez tratada y envasada, a casi dos millones de pesetas el litro. Para conseguir los cinco litros anuales de cada ejemplar, se les enjaula durante más de 20 años y ese tiempo lo pasan inmovilizados, con un catéter de plástico o de metal introducido hasta la vesícula; sus cuidadores mantienen la herida eternamente abierta, para que la bilis no deje de manar.

Ya sé que no se puede comparar ese espanto con tener un perro en un piso o un pájaro en una jaula. Pero, a veces, uno sale a pasear por la ciudad, escucha el grito de los animales de compañía y se siente estremecido.

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