Tribuna:Un relato de Pedro Jesús Fernández

El tacto de la polilla (1)

Estabas distraído, venías de un pequeño restaurante descubierto unas semanas antes, y todavía saboreabas la papillote de trufas envueltas en jamón ibérico que habías degustado en silencio junto a Marta, tu mujer, casi sin intercalar comentarios, concentrados en el sabor, conscientes de la inutilidad de llenar con palabras ciertas especies de tiempo. Hacía días que buscabas el momento de mostrarle ese figón y, al salir, cuando os despedisteis, nada permitía adivinar que unos instantes después el rictus satisfecho con el que ingresaste al despacho iba a desvanecerse con tanta facilidad por una l...

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Estabas distraído, venías de un pequeño restaurante descubierto unas semanas antes, y todavía saboreabas la papillote de trufas envueltas en jamón ibérico que habías degustado en silencio junto a Marta, tu mujer, casi sin intercalar comentarios, concentrados en el sabor, conscientes de la inutilidad de llenar con palabras ciertas especies de tiempo. Hacía días que buscabas el momento de mostrarle ese figón y, al salir, cuando os despedisteis, nada permitía adivinar que unos instantes después el rictus satisfecho con el que ingresaste al despacho iba a desvanecerse con tanta facilidad por una llamada de teléfono:¿Jaime? ¿Jaime Sáez? Sí, el mismo. Dígame. Bueno... Usted no me conoce. Mi nombre es Óscar, Óscar Hijuelas. Le hablo desde México. Desconcertado, alcanzaste a balbucear: ¿Perdón? Mire, es difícil -la voz también sonaba turbada-. Soy, ¿cómo decirlo?, algo así como un secretario o asistente de su padre... En septiembre hará 25 años que trabajamos juntos. Torciste el gesto sintiendo cómo fluía tu tensión. Era más o menos el mismo tiempo que llevabas sin tener la menor noticia de él. Ya, ¿qué desea? -contestaste con frialdad-. La mera verdad -dijo la voz-, ni yo mismo lo sé. Su padre desconoce esta llamada y, si se enterara... Pensé que debía hacerlo. Usted, quizá no lo sepa, es su único hijo. ¡En fin! Es mejor hablar claro. Los doctores dicen que apenas le quedan seis meses de vida. -Nueva pausa-: ¿Cómo ha dicho? Eso como máximo. Ya tuvo dos ataques al corazón hace años, el último hace diez u once meses, cuando fuimos a San Diego, pero ahora la lesión tiene más alcance. En apariencia, está como siempre. ¡Bueno! Creí que tenía usted derecho a saberlo. Se lo agradezco -respondiste en tono bajo-: ¿Y qué quiere que haga? ¿Usted? Perdone, nada. No puede hacer nada. Sólo trato de informarle. Es su padre, ¿sabe? Disculpe -reconociste-. No esperaba esto. Supongo que sabrá que me abandonó cuando tenía cinco o seis años y jamás supe de él. Y de pronto, ahora... Ya sé -contestó con rapidez-. Nunca entendí las razones. Su padre nunca da razones. En todo caso, ya se lo he insinuado, si don Bernardo se entera de esta conversación, se va a enojar mucho...

Don Bernardo... Al escuchar el nombre prohibido no pudiste menos que evocar a Elisa, tu madre, a quien nunca habías oído usar ese apelativo, y si no tenía más remedio que mencionarlo, se refería al "murciano". Tu madre había fallecido un año atrás, y aunque en vuestras últimas conversaciones, con su penetración de siempre, hasta había accedido a tus ansias revelando algún detalle sobre lo que tú nunca hubieras preguntado, también te había hecho prometer que jamás te pondrías en contacto con él mientras ella estuviese viva. El silencio se espesaba en la línea telefónica. Sonreíste con una mueca tristona, quizá fuera ésa tu única actitud clara con el tal Bernardo. El silencio. Tu interlocutor prosiguió explicándote que si deseabas viajar a México, podría pasar a recogerte al aeropuerto. Vivían cerca de Taxco, a unos 150 kilómetros del Distrito Federal... Aún intentaste rebelarte: ¿Por qué piensa que quiero ir? Mire, yo no pienso nada. Imagino que si yo fuera su hijo me gustaría saber algo más... Tal vez no me haya explicado bien. Y, tras otro intervalo: Don Bernardo es un buen hombre, aunque usted no lo crea. No se puede imaginar lo he que rezado por él... Callaste, no ibas a facilitar que te internaran en una senda tan expuesta. ¿Cómo hago para avisarle si decido ir? Mándeme un e-mail con dos o tres días de anticipación. Será bastante. Le esperaré a la salida con un letrero.

Cuando anotabas la dirección del correo electrónico percibiste por primera vez la sensación que te perseguiría las próximas jornadas: comenzar a obedecer, alternándolas, dos voluntades distintas -el rencor y la curiosidad-, que de manera inaudita, igual que si se tuviesen miedo, ya no colisionaban entre sí. Luego sentiste el impulso de llamar a Marta para compartir la novedad y, aturdido por el pasmo, soportaste diez o doce veces el repiqueteo monótono del teléfono hasta que el sonido se interrumpió. Al colgar seguías desconcertado. Por unos instantes, todo lo que te hiciera pensar en movimiento te inquietaba e intentaste diluirte en el hábito del trabajo; otras veces lo habías conseguido. Pero no, esa tarde no ibas a evadirte. De hecho, durante las horas siguientes te fue ganando la impresión de que tu vida comenzaba a trasladarse allá, a la línea del horizonte, y el tiempo transcurrió en una especie de preparación que incluía rememorar los escasos detalles propios que conocías del hombre que, ahora, treinta años más tarde, irrumpía por sorpresa en tu existencia.

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Siempre te había sobresaltado la furia contenida con la que pretendían intimidarte los acontecimientos. Entre las escasas vivencias de la vida en común de tus padres, resonaba de manera especial el sonido de sus voces discutiendo acaloradamente. Una noche -todavía podías evocar el momento- te habían despertado los gritos. Al acercarte a su alcoba, viste a tu padre sujetándose a las piernas de tu madre, mientras ella lloraba y descargaba sobre su cabello desmarañado golpes sordos, sin fuerza. El resto de la escena lo escuchaste en la voz grave de Elisa: habías estallado en sollozos y, corriendo, te habías dirigido en su dirección. Acabasteis los tres de rodillas, abrazados, sobre la vieja alfombra que aún seguía presidiendo la parte delantera del dormitorio de la casa cerrada.

La casa en la que no había entrado otro hombre.

Y te dijiste que no debías nada a quien nada hizo por ti y que, si eras inteligente, harías bien en mantenerte detrás de tus propios ojos como hasta ahora. Y al tiempo que reiterabas esta letanía que te liberaba de compromisos y obligaciones, amagó la primera duda: ¿En realidad, estabas pensando sólo en sus deudas o el debate incluía también las tuyas contigo? Aunque empezabas a comprender la inutilidad de mantener un patrón de conducta o una forma de simetría en aquel asunto, no fue suficiente y seguiste diciéndote cosas, bisbiseándote, llenándote de argumentos, haciendo cábalas, elaborando silogismos, tramando argucias y conjeturas, hasta que llegó la hora de decir basta y, de repente, te diste cuenta de que estabas agotado.

Era difícil admitir que ya eras consciente de que la vida es simplemente experiencia, y por motivos que a veces no se comprenden con facilidad, no podemos eludir el instinto de hurgar en nuestras fuentes.

Una hora más tarde tuviste el valor de abandonar la oficina sin dar explicaciones a nadie. En el ascensor intentaste silbar una melodía sin el menor éxito. Es verdad, no la encontraste. Tampoco era fácil, tenía que ser una que te quitara el mal aliento. Camino del metro ibas pendiente de los zapatos, como si el hecho de estar moviéndote y hacer algo en medio de la desventura te resultara sorprendente: "Es curioso -pensaste al bajar las escaleras-. Parece como si este Óscar hubiera adivinado que soy lento para las reacciones".

Por la noche, en tu casa, fuiste incluso más equívoco: no se lo explicaste a Marta, que, menos mal, estaba en sus asuntos y no percibió nada; balbuceaste una excusa y te dirigiste a la cama; allí, a pesar de las precauciones farmacéuticas, sólo conseguirías dormir a pierna suelta durante tres o cuatro horas, hasta que el horror de una pesadilla te hiciera incorporarte en medio de la más negra oscuridad. Es probable que ya fueras consciente del rumbo de la decisión porque, por mucho que el corazón recobrara su curso normal, tus pies no lograron aquietarse bajo las sábanas. Era lógico, por fin reunías el coraje suficiente para recuperar tu pasado sin las restricciones que te impedían ver claro: ver lo justo, lo verdadero, sin reprimir el deseo de que el dolor pudiera germinar convertido en alivio. Al menos lograste mirarte desde una cierta distancia. Ya sé, rehuías alimentar a la oruga, pero era bastante si eras capaz de permitir que te llegaran los susurros de la crisálida: lo que surgiera después obedecería a su propia naturaleza y estaría fuera de tu control.

Por la mañana, poco antes de las diez, tenías el billete de avión en tu poder.

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