Tribuna:Un relato de Julio Llamazares

Un cuento de encargo (3)

Pero pasaron los días (pasó incluso una semana) y seguía sin ocurrírsele una historia. La de la mujer de azul acabó en la papelera y muchas otras quedaron también por el camino apenas las había comenzado. Historias de todo tipo, desde las que comenzaban al más puro estilo negro: "Está muerto, dijo el hombre y, con las mismas, volvió a tapar el cuerpo", hasta las que pretendían arrancar con una intriga que se resolvería, como es costumbre, a lo largo del relato.Probó en todos los estilos, incluso con aquellos que nunca le gustaron. El realista, por ejemplo, que nunca entendió muy bien (¿par...

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Pero pasaron los días (pasó incluso una semana) y seguía sin ocurrírsele una historia. La de la mujer de azul acabó en la papelera y muchas otras quedaron también por el camino apenas las había comenzado. Historias de todo tipo, desde las que comenzaban al más puro estilo negro: "Está muerto, dijo el hombre y, con las mismas, volvió a tapar el cuerpo", hasta las que pretendían arrancar con una intriga que se resolvería, como es costumbre, a lo largo del relato.Probó en todos los estilos, incluso con aquellos que nunca le gustaron. El realista, por ejemplo, que nunca entendió muy bien (¿para qué describir algo que ya está en la realidad?), o el histórico, que le parecía lo mismo, sólo que justificado por la distancia. Ninguno le acabó de convencer ni le sirvió para seguir escribiendo.

El problema era que seguía sin saber de qué escribir. Daba vueltas y más vueltas a los temas, ensayaba con todos los estilos, pero seguía sin encontrar esa historia que te hace seguir escribiendo sin poder detenerte un instante, salvo para encender un cigarro o buscar un adjetivo. Eso era lo importante: encontrar un argumento que no cayera de pronto, una historia que creciera, en lugar de desinflarse poco a poco, como le ocurría con todas las que había comenzado. Porque un cuento no es el tema, ni siquiera el planteamiento de partida, sino la trama que va creciendo a medida que sus hilos se entrelazan.

Pero los únicos hilos que se le entrelazaban eran los que le tenían sujeto desde hacía una semana a su despacho. A medida que los días transcurrían, y, sobre todo, a medida que iba viendo que el tiempo se le echaba encima sin que hubiera comenzado aún nada en serio, esos hilos invisibles eran cada vez más fuertes y, lo que era más preocupante, amenazaban con ir creciendo hasta terminar de ahogarlo.

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El escritor pensó que quizá lo mejor fuera tirar de cualquiera de ellos, agarrarse a cualquier cosa, sin esperar necesariamente a que le convenciera del todo, y seguir escribiendo por ahí hasta ver dónde le llevaba. Pero eso tenía un riesgo: el de pasar varios días trabajando en una historia que, al final, se le volvería en contra. Porque el problema no era escribirla, ni siquiera que al final terminara abandonándola, sino la rabia y la frustración que esa pérdida de tiempo y de energía sin duda le dejaría. Lo sabía ya de otras veces y ahora volvía a comprobarlo.

Decidió hacer un descanso. Quizá un paseo le despejaría y le daría fuerzas para empezar de nuevo. Incluso, pensó mientras se vestía, a lo mejor encontraba por la calle ese relato que llevaba ya buscando varios días.

En la calle, el sol caía con fuerza, ajeno a sus pensamientos. Como también pasaban ajenos los escasos peatones que a esa hora -el mediodía- se arriesgaban a enfrentarse a la canícula. Era un sábado de julio (el 10 de julio, para más señas) y la ciudad ardía como una antorcha bajo el sol inclemente del verano.

¿Quién le mandaría a él comprometerse a escribir un cuento con el calor que hacía ahora? Era la última vez que lo hacía, se dijo, mientras miraba la calle.

Por la Castellana abajo, el escritor fue viendo termómetros en los que la temperatura era cada vez más alta. 40 grados marcaba el último, a la altura de la plaza de Colón. El escritor buscó una terraza. Una cerveza fría le vendría bien y qué mejor lugar para tomarla que la del Café Gijón. Estaba cerca y tenía el aliciente de que tal vez en ella se le ocurriera algo. Al fin y al cabo, el Gijón era el café literario de Madrid por excelencia y las novelas y los relatos debían de flotar entre sus mesas.

Desde su sitio, entre los castaños, el escritor observó el café. A través de sus ventanales, veía las cabezas de la gente y, entre ellas, reconoció las de varios escritores conocidos. Charlaban animadamente, sin preocuparse porque el tiempo se les fuera de vacío. Seguramente, ninguno de ellos tenía que escribir un cuento largo, y mucho menos para dentro de diez días. Qué suerte tienen, pensó, mirándolos con envidia.

-¿Qué va a ser? -le dijo el camarero, acercándose a preguntarle.

-Una cerveza -solicitó el escritor, volviendo a la terraza.

Estaba casi vacía. Mucha gente se había ido ya de vacaciones y, los que no, debían de estar comiendo. Apenas una pareja y dos hombres con aspecto de extranjeros (seguramente eran profesores de alguna universidad a la caza del escritor indígena) ocupaban dos de las mesas de las muchas que llenaban la terraza. Estaba claro que allí tampoco se le iba a ocurrir nada.

Probó con el periódico, que ese día incluía el suplemento literario. A juzgar por la lectura de las críticas, todos los libros que en ellas se reseñaban relataban magníficas historias: "Fulanito o el arte de contar", "La gran novela de X", "Menganito regresa a la ficción", eran algunos de los titulares. Aunque, por lo que decían después, no eran tan originales. El que no había escrito del tiempo, lo había hecho del amor o de su infancia. Incluso, había uno que se había atrevido a contar su vida, como si eso le interesara a alguien.

Estaba claro que de allí no sacaría una idea. Ni de allí ni del café. Como el escritor sabía por experiencia, la verdadera literatura estaba en otra parte.

En otra parte, sí; pero, ¿dónde? ¿Dónde estaba ese relato que buscaba inútilmente desde hacía ya diez días sin conseguir que se le apareciera? ¿En las páginas de los periódicos? ¿En las historias de sus amigos? ¿En la mirada del camarero que contemplaba aburrido, desde su parapeto de sombra, la terraza?

El escritor abonó la cuenta y se dispuso a volver a casa. Ya había perdido bastante tiempo y cada vez le quedaba menos. Y, además, ya eran las tres y empezaba a tener hambre.

Por la Castellana arriba, mientras, de regreso a casa, caminaba arrimado a las sombras de los árboles, el escritor recordó sus épocas de estudiante, cuando cada minuto era oro en vísperas de los exámenes. Tanto escribir para esto, para seguir como un estudiante, pensó mientras caminaba.

Pero lo peor le esperaba en casa. Apenas abrió la puerta, su mujer le llamó desde el pasillo con inequívocos gestos de que cogiera el teléfono.

-¿Quién es?

-Del periódico -le dijo ella, pasándoselo.

Ni siquiera le dio tiempo a saludar.

-¿Cómo va eso? -era la voz del director en persona.

-Bien -mintió él, sin reaccionar.

-¿Te queda mucho aún?

-La mitad, más o menos -volvió a mentir sin dudarlo. Ya tendría tiempo, se dijo, de hacer que fuera verdad.

-No me falles -le insistió, pese a ello, el director, como si no se fiara de él.

Continuará

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