Tribuna:

Instintos

Hay gente con instinto maternal, y gente con instinto para los animales. En nombre de los dos se cometen excesos, y se hace necesario compartir esa pasión para comprender cómo es posible que en torno a un bebé o un perrito se tejan tantas ilusiones, tantos desvelos, tantos gastos y mimos. Los animales, como los niños, arman ruido, ensucian, dependen de los adultos, no pueden, en muchos casos, valerse por sí mismos. Necesitan documentos, comida,comida, educación, y a cambio de las preocupaciones lo único que parecen ofrecer es mucho cariño y sobre todo devoción.Hay gente con instinto asesino ca...

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Hay gente con instinto maternal, y gente con instinto para los animales. En nombre de los dos se cometen excesos, y se hace necesario compartir esa pasión para comprender cómo es posible que en torno a un bebé o un perrito se tejan tantas ilusiones, tantos desvelos, tantos gastos y mimos. Los animales, como los niños, arman ruido, ensucian, dependen de los adultos, no pueden, en muchos casos, valerse por sí mismos. Necesitan documentos, comida,comida, educación, y a cambio de las preocupaciones lo único que parecen ofrecer es mucho cariño y sobre todo devoción.Hay gente con instinto asesino capaz de maltratar a un niño hasta romperle un hueso, o destrozar su vida con abusos sexuales y continuar tranquilamente con su existencia. Conocidos o desconocidos, gente enferma o malvada en la que el niño, al menos por un momento, confió.

Hay gente con el corazón de piedra que abandona animales sin remordimientos, que los mata cuando estorba o incapaz de asumir la responsabilidad que conlleva compartir con una mascota espacio y tiempo. Pudieron ser niños que no se conformaban con cortar el rabo a las lagartijas, sino que abrían a la mitad los ratones que se encontraban por curiosidad o por pura maldad. Niños que tiraban piedras a perros callejeros que se les acercaban a pedirles la merienda. O perfectos cretinos que consideraron siempre que el ser humano se podía valer de los animales a su gusto, y que por tanto cualquier acto de crueldad se justificaba con la superioridad de especie.

Vivimos en un mundo retorcido y maligno; una maldad que en el País Vasco ha encontrado campo abonado entre violentos y malnacidos. La técnica de los radicales parece ser siempre la misma. Cuando se ataca a una persona, se trata de herirla en las debilidades, en los detalles menudos en los que se convierte en sensible: los que le convierten en un ser con inteligencia y emotividad. El trabajo, la familia, las aficiones.

Al concejal de Amurrio le han robado demasiadas cosas en nombre de una paz que hace demasiado tiempo que no se entiende. Le habían exigido un desembolso mayor que a muchos, igual que a tantos: ha tenido que entregar su seguridad, su tranquilidad y su vida privada, esos tesoreos inapreciados hasta que se pierden. Durante varios años han destrozado sus negocios, han pintarrajeado su portal, han amenazado a su familia. No bastaba. No se defendía activamente, pero tampoco se resignaba. Era, por silencio y por resistencia, un enemigo.

Sus caballos no han podido defenderse. Es necesaria una crueldad taimada, una falta de escrúpulos notable y una cobardía fuera de toda duda para atacar con pintura y miedo a esos animales. Hubiera sido una gamberrada desalmada en otros tiempos: en estos, una demostración más de poder sin control, de desatino. De maldad contra quienes no pueden defenderse, y contra quienes no tienen la menor culpa de la situación de sus dueños. Una amenaza directa, doblemente perversa por el daño causado a los caballos y por la advertencia que las pintadas en los lomos presenta: te queda poco tiempo y gozamos de absoluta inmunidad.

Cuando se pierde el respeto a la vida, a cualquier vida, el respeto a los bienes ajenos, a la gracilidad de una caballo, a las esperanzas de un niño, al esfuerzo de un empresario o de un trabajador, al trabajo de una familia queda poco por hacer. Cuando eso se alienta, no queda nada. Imagino el plan, los muchachos acercándose con los sprays a los caballos en la campa tras la cerca, imaginando acciones heróicas. Varios golpes, muchas carreras, y la huida definitiva, entre risas al imaginar la reacción del pueblo. Restarían importancia a la acción: al fin y al cabo,no son más que animales, no es como si hubieran hecho algo grave. Se equivocan. No hablamos de caballos, ni siquiera de personas. Hablamos de instintos asesinos. De crueldad. Y, tarde o temprano, ya no les bastarán los caballos.

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