Tribuna:

La disolución

El fantasma de la disolución es el acompañante necesario de la reforma del Estatuto desde que el tema está sobre el tapete, esto es, desde 1990. Al parecer es un tema útil para lo que, a lo que se ve, interesa a los partidos mayoritarios en relación con la cuestión, que no es otra cosa que marear la perdiz. De lo cual da buena cuenta el dato de que no hace ninguna falta reformar el Estatuto para dar al presidente una facultad que ya ha ejercido. Es más, ni siquiera hace falta la susodicha reforma para dar al presidente tal facultad en los mismos términos que en el caso catalán, paradigma al us...

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El fantasma de la disolución es el acompañante necesario de la reforma del Estatuto desde que el tema está sobre el tapete, esto es, desde 1990. Al parecer es un tema útil para lo que, a lo que se ve, interesa a los partidos mayoritarios en relación con la cuestión, que no es otra cosa que marear la perdiz. De lo cual da buena cuenta el dato de que no hace ninguna falta reformar el Estatuto para dar al presidente una facultad que ya ha ejercido. Es más, ni siquiera hace falta la susodicha reforma para dar al presidente tal facultad en los mismos términos que en el caso catalán, paradigma al uso. Baste para ello comprobar que tanto en ese caso, como el gallego o el vasco, la disolución presidencial no está en el Estatuto, sino en leyes autonómicas, en las equivalentes a nuestra Ley de Gobierno para ser exactos. Ni siquiera cabe alegar que la reforma estatutaria de 1991 obliga a la reforma porque los cambios introducidos entonces está tan mal hechos, el juego de remisiones normativas está tan mal diseñado, que dicho precepto no impide ni la disolución anticipada, ni la convocatoria electoral fuere del plazo habitual. Lo que en la materia no es ninguna novedad: la reforma de la Ley Electoral para introducir la cuestión de confianza en el ámbito municipal no dice que si se plantea la misma sobre una ordenanza está se entenderá aprobada si la confianza se otorga. Increíble, pero cierto. Con razón señala el Eclesiástico que el número de los tontos es infinito, y, a lo que parece, los tontos tienen vara alta en la materia.La disolución en la reforma estatutaria no es técnicamente necesaria, aunque ciertamente sea políticamente conveniente. Lo es porque en estos asuntos la claridad es un valor en sí misma, pero lo es, sobre todo, porque permite desviar la atención de cuestiones de mayor enjundia, de defectos del Estatuto mucho más graves que el que proporciona una laguna inexistente. Sin ánimo de agotar el tema habría que apuntar aquí la deficiente determinación del territorio, un infumable sistema electoral, la ausencia de instituciones como el Consejo Jurídico o la AVL, la muy deficiente atribución competencial en régimen local, justicia o policía, etc. Pero aunque esos sean temas al tiempo sensibles y de alto bordo, desde la perspectiva del autogobierno, no parece que el interés de los partidos mayoritarios vaya por ahí. Más bien hay algo más que indicios que permiten afirmar que una eventual reforma se va a centrar en temas de carácter simbólico y va a orillar las cuestiones importantes y, sobre todo, no va a incluir una ampliación significativa de la esfera de competencia de la Generalitat. Y no porque no haya espacio jurídico, sino sencillamente porque no se da la adecuada combinación de dos factores necesarios: capacidad de influencia y voluntad política. De hecho esa es una afirmación fácticamente probada : no hubo reforma la pasada legislatura. Y no la hubo porque no hubo ni capacidad, ni voluntad para variar la toma de posición contraria de los aparatos nacionales de los grandes partidos: PP y PSOE.

La disolución sólo es importante por dos razones, distintas y distantes: de un lado por lo que afecta a un diseño general de política institucional, del otro por lo que afecta a las relaciones entre los órganos de la Generalitat. Lo primero porque viene a poner en cuestión el dogma de la deseabilidad y conveniencia de la coincidencia de elecciones, lo segundo porque viene a alterar la relación de fuerzas entre presidente y Parlamento. De hecho la primera razón explica la hostilidad de los aparatos nacionales de los partidos y la segunda el interés del president. Mas vayamos por partes.

La justificación tradicional de las elecciones autonómicas coincidentes y a fecha fija es la de la economía: la celebración simultánea permite abaratar costos. Como la celebración de elecciones a fecha fija casa poco y mal, si es que casa, con el régimen parlamentario, y es imposible prevenir en todos los casos situaciones de ingobernabilidad derivadas de la fragmentación parlamentaria, bien sea esta de origen electoral ( IV Legislatura andaluza) o parlamentario (casos de Cantabria o Asturias) el expediente adoptado consiste en admitir la disolución anticipada, pero para dar a la luz un Parlamento con mandato reducido al que correspondería al original. La disolución menor o parcial de que han hablado los medios. Eso significa que en caso de recurrirse a la disolución no habría unas elecciones y un Parlamento para cuatro años: habría dos para cuatro años..., lo que es evidentemente mucho más caro. La clave del aparente absurdo radica en que la justificación de las elecciones coincidentes y a fecha fija no es la alegada razón económica, es política : de lo que se trata es de convertir a municipales y autonómicas en elecciones nacionales de segundo orden al doble efecto de diluir su especificidad y asegurar un mayor grado de control de la elección por PP y PSOE. Aunque el resultado realmente obtenido perjudique a las instituciones democráticas y resulte, a la postre, más caro. No pertenece al reino de la casualidad que ninguna democracia europea sólida celebre de golpe todas las elecciones locales o territoriales. Porque el interés de partido conduce a un efecto disfuncional: la deslegitimación de la mayoría parlamentaria en el Congreso que ha perdido las locales o autonómicas, como se vio en 1995. Sencillamente, la justificación económica es mentira,

La segunda se ve con claridad cuando se considera que el instituto de la disolución se inventó para que el jefe del Estado arbitrara un conflicto entre ejecutivo y legislativo mediante el recurso a las urnas. Para que ese se dé es necesario que haya un jefe del Estado distinto del primer ministro y que el primero tenga capacidad para decidir sobre la vida del Parlamento. Lo que se propone no es eso, lo que se propone es que el presidente-primer ministro, que lo es porque cuenta con mayoría en las Cortes, y que controla a esa mayoría merced a la combinación entre censura constructiva y disciplina de partido, pueda disponer a su arbitrio de la continuidad del Parlamento. La justificación en base a la gobernabilidad es parcialmente cierta, pero sólo lo es parcialmente, cuando esa ingobernabilidad se debe a los parlamentarios, pero no lo es en los casos en los que la misma se debe al Gobierno ( supuestos de Asturias y Cantabria). En esos supuestos la disolución presidencial no puede procurar la gobernabilidad, porque no se usa, la prevención de ese riesgo exige otra clase de disolución: la acordada por la mayoría parlamentaria. Y pueden ustedes apostar a que la reforma no va a contemplar en ningún caso la disolución por decisión de las Cortes. Y si no, al tiempo.

Manuel Martínez Sospedra es profesor titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Valencia.

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