Tribuna:

Evaluaciones

LUIS MANUEL RUIZEste pobre compañero mío, profesor de Física y Química, tiene una lumbre entre resignada y escéptica en la mirada; es catedrático, y se pasea por los laboratorios con la bata blanca y los rotuladores calados en el bolsillo como haciendo gala de esa antigua aristocracia conculcada que hoy no vale más que una mera palabra. Mi compañero conserva un aire de distinguida antigüedad, una rancia nobleza que simboliza su bigote de ceniza con las guías peinadas hacia lo alto, que él se mesa distraídamente mientras escucha, quizá buscando parecerse a esos personajes caducos e insuperables...

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LUIS MANUEL RUIZEste pobre compañero mío, profesor de Física y Química, tiene una lumbre entre resignada y escéptica en la mirada; es catedrático, y se pasea por los laboratorios con la bata blanca y los rotuladores calados en el bolsillo como haciendo gala de esa antigua aristocracia conculcada que hoy no vale más que una mera palabra. Mi compañero conserva un aire de distinguida antigüedad, una rancia nobleza que simboliza su bigote de ceniza con las guías peinadas hacia lo alto, que él se mesa distraídamente mientras escucha, quizá buscando parecerse a esos personajes caducos e insuperables de Stendhal o Flaubert. Es un hombre al que la cortesía mantiene en un perpetuo autodominio, y rara vez deja oír una sílaba más alta de la cuenta o ensucia con palabrotas un discurso lleno de selectos adjetivos.

Sin embargo, en la evaluación de fin de curso el hombre se transforma, el caballero deja paso a la fiera secreta que lleva dentro y estalla en una tormenta de exabruptos, insultos, jaculatorias, con una pésima voz de registros chillones que todos lamentamos despertar. Es comprensible. El pobre se ha llevado soportando todo el curso a un alumno que le ha gritado en la cara, le ha pegado portazos, se ha burlado transparentemente de él para que toda la clase le responda a coro con la estridencia de sus risas. Mi compañero juró a aquel alumno que jamás obtendría el título si persistía en su actitud. Hoy, a pesar de tres suspensos, incluida la Física, el equipo educativo ha decidido dárselo. Mejor evitar papeleos: por mucho que se lo neguemos, otros lo han obtenido hasta con cuatro cates, y para qué escuchar a la madre o volver a reunir al equipo en julio cuando la delegación ordene revisar el caso para rectificar el veredicto.

Asisto a estas sesiones maratonianas de evaluación de nueve a dos de la tarde, donde todos contemplamos con el mismo estupor la misma repugnante sesión de magia negra: cadáveres que debían ser sepultados pululando por el mundo de los vivos, comas irreversibles convertidos en salud certificada y sellada por documentos oficiales. Como Santo Tomás ante la llaga de aquel otro famoso cadáver, comprobamos los muchos prodigios que la implantación pionera de la LOGSE ha obrado en Andalucía: ya puede sacar su graduado escolar tanto el que se devana los sesos frente al libro como el que le prende fuego para experimentar las leyes de la combustión. Qué son cuatro suspensos en el futuro académico y profesional de nadie: manchas pasajeras que borrará la voluntad. La boca se seca cuando uno sabe que aquel salvaje que ha estado haciendo imposible a un grupito indefenso de adolescentes acatar un famélico programa de estudios promociona de curso al siguiente simplemente por criterios de edad.

De vuelta a mi casa, entre la desorientación y las náuseas, me pregunto si éste es el modelo de democracia que persiguen los ministerios, el de la estulticia, el del flagrante insulto al esfuerzo y la labor ajenos. La LOGSE no sólo quebranta el gastado intelecto de los educandos, según muchas voces se han encargado ya de denunciar: dispara a bocajarro contra su conciencia moral, aquélla que les permite discriminar lo que está bien de lo malo, el compromiso con un porvenir aceptable como persona de la olímpica indiferencia hacia el prójimo que el sistema premia con la misma alegría. De puro espanto.

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