Tribuna:

Esperando a Zidane ANTONI PUIGVERD

Hablemos una vez más de Cataluña. No perdamos el tiempo, sin embargo, criticando los más frecuentes vicios de esos 20 años pujolistas. No consideremos el desbarajuste administrativo, no hablemos del centralismo de la Generalitat, nada repitamos sobre la gestión pigmea o perezosa, no le demos más vueltas al uso y abuso del pleito histórico entre Cataluña y España, que Pujol activa como una noria sentimental, subiendo y bajando sin parar, avanzando hacia ninguna parte, siguiendo ritmos electorales, creando la ficción de una patria perfecta aunque asediada e imposible. Nada digamos, tampoco, del ...

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Hablemos una vez más de Cataluña. No perdamos el tiempo, sin embargo, criticando los más frecuentes vicios de esos 20 años pujolistas. No consideremos el desbarajuste administrativo, no hablemos del centralismo de la Generalitat, nada repitamos sobre la gestión pigmea o perezosa, no le demos más vueltas al uso y abuso del pleito histórico entre Cataluña y España, que Pujol activa como una noria sentimental, subiendo y bajando sin parar, avanzando hacia ninguna parte, siguiendo ritmos electorales, creando la ficción de una patria perfecta aunque asediada e imposible. Nada digamos, tampoco, del espectáculo que se avecina con la súbita y rampante fuerza del PP. El león español se desmelena y, por consiguiente, los anémicos herederos de Pujol obtienen imprevistas vitaminas para mantener durante la prórroga el viejo guión.Hablemos, en cambio, del PSC. ¿Cuál es la responsabilidad y el peso de los socialistas en esta aplatanada historia? Precisamente días atrás y en estas mismas páginas, algunos han sentido la necesidad de contestar con un gesto de definitivo asqueo. Al parecer, al PSC le hubiera sido fácil ganar las elecciones catalanas, pero no quiso. En el territorio extremo del antipujolismo, siempre ha existido una explicación fácil a una situación política compleja: para muchos de sus críticos más contumaces, Pujol y sus muchachos no son sino unos rústicos nostálgicos de tres al cuarto a los que un discurso radicalmente metropolitano, moderno y español barrería fácilmente. He dibujado una caricatura, pero la receta del antipujolismo visceral no va mucho más allá. El antipujolismo visceral nunca tiene presente el único estudio serio sobre la abstención. En él se explica que la abstención catalana es selectiva, cambiante y difícil de precisar ideológicamente: no se produce sólo en virtud del factor identitario o lingüístico. Los antipujolistas viscerales tampoco tienen en cuenta que en 1980 Pujol apareció como determinante líder por sorpresa, pillando con el paso cambiado a la izquierda (una izquierda que, por cierto, no era manca: venía dominando no sólo la transición política, también las calles, las universidades, el periodismo, los libros). Pujol no apareció porque sí, como una regurgitación del carlismo, sino como fruto de la memoria catalana de la guerra civil, con su doble y trágico mensaje: la terrible y sanguinaria división social y la derrota cultural. Pujol tuvo la intuición y el colosal empeño de personificar una alianza que ha funcionado de maravilla: entre los herederos de la Cataluña que aceptó el franquismo con indiferencia (un mal menor que permitía superar el conflicto interior, trabajar y ganar dinero) y entre los que se sentían herederos de una cultura perseguida y ultrajada. Mientras la izquierda abrazaba la memoria republicana y antifranquista, Pujol encendió un cirio en cada altar. De ahí la síntesis: ha dado alas a un nuevo desarrollismo y ha cultivado los aspectos más populistas del catalanismo, los más fáciles de tragar. De ahí su fatigoso, por usado, equilibrio entre pactismo y victimismo, entre agitación de bandera y petición de bolsillo.

Abusando de las metáforas del fútbol, podríamos decir que Pujol durante estos 20 años ha ejercido de medio volante. Ha sido un político del estilo de Zidane o Rui Costa, que reparten juego y tienen gol. Pujol ha repartido ideología y ha marcado muchos goles. En cambio, dejando a un lado el exitoso trabajo municipal, la gente del PSC ha jugado durante todos estos años en la oscura defensa. No ha construido una idea de país, no ha marcado goles, pero ha evitado el peor gol político que podía hacerse en este país: el de la división (cultural o étnica, como quieran adjetivarla). Esa actitud es poco vistosa. Las dudas, las ambigüedades, los gestos de cal y arena del PSC responden a una intuición defensiva que Pujol debería haber respetado (si hubiera tenido sentido de estadista catalán: no lo ha tenido) en vez de lanzar los medios privados y públicos que domina contra los socialistas, convertidos tantas veces en botiflers. También muchos intelectuales y sectores de izquierda podrían haber entendido mejor este papel. Lo que daremos en llamar, para resumir, babelismo acostumbra a caer en la tentación de lanzarse a por lo suyo, sin comprender que el país contiene también lo otro y que no es dando el bandazo contrario como una sociedad supera o destila sus contradicciones. Naturalmente, los partidos políticos no deben esperar comprensión ni aplausos por los servicios poco vistosos. El PSC, por añadidura, ha cometido graves errores, entre los cuales, el hecho de no actuar como partido: hubo un tiempo, por fortuna ahora lejano, en el que muchos personajes del PSC pululaban por Madrid buscando allí su mejor historia personal a costa de dejar el partido aquí retratado en calzoncillos.

Durante los pujantes años de González, el PSC era una cantera de cargos sublimada por un gran coro de alcaldes. Cada momento histórico tiene sus condicionantes. Ahora, el declive del PSOE permite al PSC hacer lo que pretendía 25 años atrás. Convertir la unidad socialista en algo más que una tarea defensiva. Ahora puede y debe el PSC hacer de Zidane y situar su ideología de síntesis cultural en el centro del terreno político catalán. Y marcar goles con ella. La ideología del puente, del interlingüismo, de la trenza cultural, de la multiplicación de las energías sociales y territoriales del país. La ideología del reconocimiento de los catalanes consigo mismos, en el espejo de su complejidad, de su variedad: orgullosos, por ejemplo, de su pasado medieval en coherencia con la frágil historia de una lengua que puede perderse, pero no menos orgullosos de los cambios sociales y lingüísticos de los cincuenta, cuando el país recibió una fabulosa transfusión de sangre que duplicó su energía. Crear ideología no es fácil. No se consigue en una campaña electoral, sino gestando foros, cosiendo voluntades alejadas, tejiendo junto a la sociedad civil, lejos de la politiquería, una bandera laica en la que una gran franja central, que no centrista, pueda reconocerse. La sociedad catalana, confiada y abierta, espera eso, creo. Aunque, agotada la ola pujolista, esté armándose una ola españolista que puede arrastrar la tentación del choque a la vasca. Un choque furibundo e irrecuperable que alimenta aquí melancolías de uno y otro signo.

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