Tribuna:

Aznar, sin sucesor

La lista del nuevo Gobierno Aznar está siendo examinada al microscopio electrónico para desentrañar su significado y sus sorpresas. Los analistas y aznarólogos más reputados se queman las cejas estos días estudiando el origen regional y familiar, la lengua propia, los idiomas adquiridos, los estudios escolares, la formación universitaria y de postgrado, los antecedentes políticos, los procedimientos penales, la trayectoria profesional, la genealogía y la propia circunstancia vital de quienes componen tan exquisita nómina. Asombra, de todas maneras, la primariedad de los procedimientos que se e...

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La lista del nuevo Gobierno Aznar está siendo examinada al microscopio electrónico para desentrañar su significado y sus sorpresas. Los analistas y aznarólogos más reputados se queman las cejas estos días estudiando el origen regional y familiar, la lengua propia, los idiomas adquiridos, los estudios escolares, la formación universitaria y de postgrado, los antecedentes políticos, los procedimientos penales, la trayectoria profesional, la genealogía y la propia circunstancia vital de quienes componen tan exquisita nómina. Asombra, de todas maneras, la primariedad de los procedimientos que se emplean para la selección de ese personal donde el valor clave, decisivo, es el merecimiento de la confianza del presidente, en nuestro caso, de Aznar. Ahí reside la virtud capaz de suplir las carencias observadas en cuestiones de talento, carácter o posición, como diría quien todos recuerdan.Sabemos también que en las operaciones de multiplicación y de suma entre los elementos de ese peculiar conjunto que constituyen los políticos carece de vigencia la propiedad conmutativa. Es decir, que el producto se altera según sea el orden de los factores y la suma se modifica según sea el orden de los sumandos. De ahí, el interés suscitado por el nombramiento de Mariano Rajoy que le antepone a los demás como vicepresidente primero y ministro de la Presidencia. Cierto que el desalojo del anterior titular, Francisco Álvarez Cascos -por la puerta verdadera, en lugar de por la falsa, y a mucha honra frente a lo que quiso dar a entender el tergiversador aúlico Pedro José-, estaba cantado desde su relevo en la secretaría general del PP, sucedido en el Congreso de enero de 1999, pero para sustituirle se apostaba porque correría el escalafón, de modo que la primera vicepresidencia recayera en Rodrigo Rato, confirmando su condición de preconizado delfín. Craso error.

Aznar pudo ser un escolar del montón en el Colegio del Pilar, un estudiante sin notas brillantes en la Facultad de Derecho de la Complutense, un opositor sin ambiciones a los grandes cuerpos del Estado, un funcionario modesto con destino en Logroño y un colaborador esporádico y desacertado del periódico local Nueva Rioja. Por eso pudo concitar tantos pronósticos erróneos. Pero conviene ahorrarse equivocaciones porque ha demostrado traer muy bien aprendida, con matrícula de honor, la asignatura del poder, la que trata de cómo llegar y cómo permanecer en él. Por eso, aplica con maestría el principio básico de que la comodidad y el confort del que manda se asienta en sostener en la incertidumbre e inseguridad a quienes han de obedecerle con adhesión inquebrantable para seguir ganándose cada día la continuidad en el puesto al que fueron elevados.

La cuestión ahora es dilucidar si Aznar ha forjado un modelo permanente de partido para el PP, basado en la disciplina y en la tenacidad, o si es sólo una construcción personal, a su medida. Es decir, si el PP se está transmutando en aznarismo perecedero. Aceptemos que aquella eficacia tan admirada por los populares en el PSOE de los años ochenta, donde Alfonso Guerra había instaurado el lema de quien se mueve no sale en la foto, se ha encarnado ahora en el PP, mientras la jaula de grillos, abandonada por el centro derecha, se diría que se ha erigido en la aspiración máxima de los socialistas, todavía sin recuperarse de la resaca del hiperliderazgo felipista. Porque aquí algunos vaticinan el estreno en España del fenómeno del lame duck, del pato cojo, expresión con la que se etiquetan los dos últimos años del segundo mandato presidencial, es decir, los que transcurren bajo un presidente que se acerca a su extinción sin ser ya susceptible de ser reelegido. Para todos los asuntos que van más allá de la improrrogable fecha de caducidad empieza a buscarse la interlocución del candidato que ha de venir.

Pero la situación indígena presenta caracteres propios porque nadie abandona la Casa Blanca llevándose consigo la presidencia del partido, mientras que Aznar prevé continuar como presidente del PP. De donde quien resulte candidato a las próximas elecciones generales arrancará con dos handicaps a superar. Primero, la deuda hacia quien le designó. Segundo, la falta de control sobre el partido que seguirá en manos de quien se propone conservar la presidencia. O sea, que Aznar quedará sin sucesor homologable. Le seguirá la bicefalia.

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