Tribuna:

La guerra del automóvil JOSEP M. MONTANER

El siglo XX se ha caracterizado por una batalla larvada que ha causado tantos muertos, heridos y destrozos como una temible guerra. Recordemos las estadísticas de los miles de muertos y heridos que cada año se suman en las carreteras y ciudades españolas. En Barcelona, sólo en 24 horas, en el último fin de semana de febrero murieron tres personas en accidentes distintos. Si hubiera una epidemia con una décima parte de las víctimas que ocasionan los accidentes de circulación, cundiría el pánico; pero las muertes y lesiones por accidentes automovilísticos es algo que, aunque algunas veces nos to...

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El siglo XX se ha caracterizado por una batalla larvada que ha causado tantos muertos, heridos y destrozos como una temible guerra. Recordemos las estadísticas de los miles de muertos y heridos que cada año se suman en las carreteras y ciudades españolas. En Barcelona, sólo en 24 horas, en el último fin de semana de febrero murieron tres personas en accidentes distintos. Si hubiera una epidemia con una décima parte de las víctimas que ocasionan los accidentes de circulación, cundiría el pánico; pero las muertes y lesiones por accidentes automovilísticos es algo que, aunque algunas veces nos toque muy de cerca, es aceptado como mal menor.Tan destructivo como estos daños es el absoluto dominio del automóvil en nuestras sociedades cochecéntricas, en las que el transporte privado se ha convertido en la medida de todas las cosas. Jürgen Habermas, en su historia de la evolución de la esfera pública y privada en la sociedad burguesa, La transformación estructural de la esfera pública (1993), ya señalaba que los nuevos inventos entran inicialmente en la esfera de lo público y paulatinamente van siendo privatizados y explotados por la sociedad capitalista. Ello comporta que continuamente deban aparecer nuevas propuestas de sociabilización para contrarrestar la tendencia autodestructiva y depredadora del sistema.

Es evidente que las ciudades y los territorios se han reestructurado en función del automóvil. Y si puede seguir teniendo cierta lógica recurrir al automóvil para desplazarse a contextos no urbanos, es cada vez más aberrante que en las ciudades siga dominando el coche cuando desde hace tiempo está demostrado que la calidad de vida urbana es incompatible con el automóvil. Convertidas en pistas para un invento tan concreto como los autos, las ciudades se nos presentan como un absurdo, como la oportunidad perdida de ser humanas. Precisamente, los dos factores de síntesis, estrechamente relacionados, que permiten dirigirse hacia una mayor sostenibilidad son la calidad del espacio público y la superación del dominio del coche. La relación que en cada ciudad se da entre el poder del peatón y el del automóvil es uno de los indicadores de sociabilidad más claves: el espacio para peatones con relación al espacio para coches, el tiempo que los peatones disponen en los semáforos para atravesar la calle, las relaciones de dominio entre las vías rápidas y los itinerarios peatonales, las prioridades en el espacio público o las posibilidades de itinerarios para los ciclistas.

En este sentido, la diferencia en la gestión de dos ciudades como Madrid y Barcelona es aleccionadora. Madrid, por encima de la extensa línea de metros, es una ciudad acomodada para la circulación de los automóviles, que no tiene en cuenta los itinerarios del peatón. Un paseo como la Castellana, convertido en autopista, con aceras laterales estrechas y un paseo central abandonado, es todo un mal síntoma. Barcelona, aunque dependa también del tráfico privado, intenta otorgar primacía a las aceras y al espacio público, introduciendo paulatinamente los carriles-bici.

Por otra parte, las formas que ha adoptado el territorio urbanizado en las últimas décadas han sido conformadas exclusivamente a la medida de los medios de transporte individual y, por lo tanto, se han convertido en demasiado dispersas para ser atendidas por el transporte público. El límite de la aberración es la invasión de las ciudades por los 4 x 4, máquinas infernales todoterreno pensadas para destruir el medio ambiente a costa de su desgaste ydel derroche de energía. Posiblemente sean los caracteres más fascistas y prepotentes los que adoptan el todoterreno en la ciudad, fuera de toda lógica y por encima de la escala y la densidad de las ciudades mediterráneas.

Todo ello no es más que una muestra de cómo una industria, tan protegida, tiene sometida a la sociedad a sus intereses. Con las ciudades y las carreteras saturadas, sigue dominando una publicidad basada en el mito moderno del automóvil. Y la necesidad de un continuo aumento del parque automovilístico es la justificación de que haya cada vez más conductores, ya sean jóvenes que conducen motos veloces o ancianos sin reflejos para manejar automóviles potentes.

Posiblemente llegará el día en que las empresas automovilísticas sean objeto de denuncias y juicios por accidentes, por publicidad engañosa o por el deterioro del medio ambiente, tal como ya ocurre con las compañías tabacaleras. Es ya el momento de reconocer que el coche es la objetualización del absurdo, de la prisa y del individualismo; es el símbolo del capitalismo más salvaje e irresponsable. Si en el siglo XX se medía el progreso con indicadores como el aumento de la venta de automóviles, esperemos que en el siglo XXI se interprete que una sociedad progresa si se producen menos coches y más bicicletas o más de cualquier otro invento no contaminante y que favorezca la sociabilidad. Es ya el momento de pasar a la acción, tal como ya sucede en otras ciudades: en Londres, el último viernes de cada mes los ciclistas colapsan el tráfico del centro, y en París, el pasado 19 de marzo peatones, ciclistas y patinadores convirtieron la ciudad en una fiesta contra el dominio del coche. La razón está a favor de la mayoría de los ciudadanos que utilizan los transportes públicos y que desean un movilidad pacífica y tranquila, y en contra de la minoría que sigue devorando las ciudades con sus automóviles.

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