Tribuna:

Mirones

Pues sí, somos unos mirones. Los espectáculos sobre la vida ajena se han puesto de furiosa e instantánea moda en todo el mundo, desde esa mentecatez del "Gran Hermano" hasta las cámaras espías de Internet. El mirón o voyeur, en su sentido estrictamente clínico, es aquel individuo incapaz de alcanzar el placer sexual de manera directa y con su cuerpo. Para excitarse, o para culminar, necesita ver a los demás haciendo el acto; digamos que su patología consiste en no sentirse en su propia carne.Pero el frenesí mirón que estamos desarrollando los occidentales no se centra sólo en el sexo, sino...

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Pues sí, somos unos mirones. Los espectáculos sobre la vida ajena se han puesto de furiosa e instantánea moda en todo el mundo, desde esa mentecatez del "Gran Hermano" hasta las cámaras espías de Internet. El mirón o voyeur, en su sentido estrictamente clínico, es aquel individuo incapaz de alcanzar el placer sexual de manera directa y con su cuerpo. Para excitarse, o para culminar, necesita ver a los demás haciendo el acto; digamos que su patología consiste en no sentirse en su propia carne.Pero el frenesí mirón que estamos desarrollando los occidentales no se centra sólo en el sexo, sino que abarca la vida entera de los demás. Queremos ver cómo se levantan, si regañan o no unos con otros, cuánto desayunan, si se escarban los mocos en las tardes tediosas. Necesitamos contemplar las existencias ajenas aunque sean estúpidas e insulsas. De este mismo filón se nutre la prensa del corazón, que hace mucho que dejó de ocuparse de gentes principescas. Ahora cualquiera puede ser protagonista de este tipo de prensa: basta con aparecer con suficiente continuidad como para que la gente se aprenda tu historia y pueda seguir tus futuros y necios avatares. Devorar vidas ajenas, eso es lo que nos urge. Probablemente porque no conseguimos sentirnos en nuestras propias vidas.

La existencia es una cuestión brumosa y complicada, y a menudo sólo la sabemos apreciar cuando está en riesgo. La sociedad del bienestar es un invento muy reciente. Por primera vez en la historia de la humanidad, cientos de millones de ciudadanos del mundo rico no tenemos que partirnos el espinazo y el alma para no morirnos de frío o de hambre. Ya no necesitamos luchar por lo básico, y de repente no sabemos cómo llenar el vacío dejado por la desaparición del poderoso afán de supervivencia: es como la calma después del huracán. Porque además la sociedad occidental no sólo no nos prepara para encontrar otras intensidades y otras transcendencias, sino que más bien tiende a enajenarnos y entontecernos. De ahí, me parece, esta pequeña, ridícula tragedia que padecemos. Esta necesidad de mirar lo que viven los demás, porque no somos capaces de sabernos vivos.

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