Tribuna:

Pan de Viena EUGENIO SUÁREZ

Cuarenta años reinó María Teresa en el amplio y enconado imperio austro-húngaro, casi toda la segunda mitad del siglo XVIII. Congeló con destreza los vaivenes fronterizos y prevaleció sobre los magiares, sacándoles todo el jugo posible. De las fértiles llanuras confiscaba las cosechas que nutren la intendencia indispensable para todas las guerras y también para la paz: el trigo. En la ficción de soberanía, ladinamente compartida, permitió un parlamento de los asociados, donde el idioma obligatorio era el alemán, excluido el húngaro por razones de orden público. Los heroicos diputados se acogen...

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Cuarenta años reinó María Teresa en el amplio y enconado imperio austro-húngaro, casi toda la segunda mitad del siglo XVIII. Congeló con destreza los vaivenes fronterizos y prevaleció sobre los magiares, sacándoles todo el jugo posible. De las fértiles llanuras confiscaba las cosechas que nutren la intendencia indispensable para todas las guerras y también para la paz: el trigo. En la ficción de soberanía, ladinamente compartida, permitió un parlamento de los asociados, donde el idioma obligatorio era el alemán, excluido el húngaro por razones de orden público. Los heroicos diputados se acogen al latín en los debates y de ello queda una patética consigna de lealtad condicionada a la emperatriz: Vitam et sanguinem por rege nostra María Theresia; sed non frumenta. La vida y la sangre por nuestra reina, pero del trigo, ni hablar.Aquel rico cereal le daba sabor y valor al pan que se comía en la capital. A ella llegó, más tarde, para visitar la Exposición Universal de 1873, un médico valenciano cuyo nombre me anda extraviado. Del viaje y sus aprendizajes se trajo la fórmula del pan que aromatizaba las riberas del Danubio: el pan de Viena. Regresa el galeno a Madrid con el hallazgo, que patenta, y pronto da con el socio industrial y capitalista, el aragonés Matías Lacasa, con quien monta la primera tahona. Estuvo ubicada en la estrecha y céntrica calle, vecina del convento de las Descalzas, de los Capellanes, que ahora se llama del Maestro Victoria, también confesor de aquellas monjas.

Pronto se hicieron famosas las barras del pan de Viena y la empresa que lo lanzaba, Viena-Capellanes. A pie, desde una aldea de Lugo, arriba a la capital, con una cuadrilla de segadores, el joven Manuel Lence, analfabeto y vigoroso; entra en la fábrica como chico de los recados. Las Américas estaban en cualquier parte, lejos del caserío. Con el tesón de los emigrantes, el mozo Manuel trabaja duramente y le hacen encargado cuando acaba de cumplir los veinte años y el siglo XX se inaugura.

Muere el fundador Matías, sin hijos, y el timón lo empuña la viuda, Juana Nessi, apoyada en el laborioso gallego que, según la tradición, tira de la familia para los madriles, incorporando a los hermanos en la tarea. La fábrica pasa a la calle Martín de los Heros, donde hoy continúa. Hacen falta brazos, más ayuda, y Juana le pide a los sobrinos, unos chicos medio vascos, que la prestan con desgana, porque sus caminos y sus aficiones van por otras derivas. Los hijos de la hermana se llaman Pío y Ricardo Baroja. El mayor deja la medicina, pero no emplea su talento en la panadería, sino en novelar la vida que le pasa por delante; el otro destaca en la pintura y dirige, un tiempo, la tahona con desgana.

Madrid había recibido con gusto el pan de Viena, que alternaba con las libretas del blanco, las hogazas de moreno, el candeal, de habas, de patata. Era más fino. Viena- Capellanes se robustece y consolida, sobre todo cuando, con buen juicio, los Baroja venden el negocio a los Lence. Hoy mantienen nueve establecimientos en la ciudad, el obrador y un restaurante, en la calle Luisa Fernanda. Oriundos de la remota aldea, una rama lateral, arrojada por la marca del exilio al Rosellón francés, levantan el céntrico y afamado Restaurante Vienne, en Perpignan. Según me dicen, la creadora fue una furibunda anarquista, que se libró del paredón por un pelo. Un nieto, Camilo Otero, lo patronea hoy con buena fortuna.

Madrid se hace más grande, aumenta la clientela y el chaval de los recados monta el servicio de entregas a domicilio, incorporado a la realidad de que el buen paño ya no se vende en el arca. Multiplica los establecimientos en lugares estratégicos y se inicia la era de la publicidad dinámica, que comparten otras empresas. Aún recuerdo, de los años adolescentes, los vehículos de Perfumería Gal; los furgones negros, con letras doradas, tirados por lúcidos caballos percherones de Espumosos Herranz y los tres cochecitos, disfrazados de helicópteros, de Viena-Capellanes, por entre los que circulaba un escuálido gigante, encaramado a unos zancos, anunciando a la sastrería Flomar. Tengo oído que los Lence están reconstruyendo una de aquellas piezas de museo, milagrosamente salvada de la guerra y el tiempo, como furgoneta de reparto. Me encantaría verlo.

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