Tribuna:CUMBRE EN LISBOA

Sombras en Lisboa JOSÉ VIDAL-BENEYTO

El catálogo de propuestas que nos deja el Consejo Europeo que hoy termina es exaltante en sus contenidos e intranquilizador en cuanto a los supuestos en los que se apoya. Nada más esperanzador en efecto que apuntar al mismo tiempo al crecimiento, la competitividad y el empleo sometiendo además a cada uno de esos objetivos a la difícil prueba de las cifras y del calendario. Pues lograr un crecimiento medio de la Unión Europea superior al 3,5 % cada año, alcanzar el pleno empleo en un plazo muy breve -se habla de cinco años- y para ello reducir el paro al menos en 1% anual y ser más competitivos...

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El catálogo de propuestas que nos deja el Consejo Europeo que hoy termina es exaltante en sus contenidos e intranquilizador en cuanto a los supuestos en los que se apoya. Nada más esperanzador en efecto que apuntar al mismo tiempo al crecimiento, la competitividad y el empleo sometiendo además a cada uno de esos objetivos a la difícil prueba de las cifras y del calendario. Pues lograr un crecimiento medio de la Unión Europea superior al 3,5 % cada año, alcanzar el pleno empleo en un plazo muy breve -se habla de cinco años- y para ello reducir el paro al menos en 1% anual y ser más competitivos que Estados Unidos dentro de esta década, no cabe apostar a un futuro más radiante. Ahora bien, esa apuesta se apoya en una opción ideológica y en una política económica que reclaman una fe ciega. Pretender que la liberalización total de las telecomunicaciones, la energía y el transporte se traducirá en una dinamización de la nueva economía de tal naturaleza que ésta generará todas las riquezas y puestos de trabajo que necesitamos para restablecer la plena ocupación y la cohesión social sólo es creíble desde una fe liberal de carbonero. Querer sustituir a Keynes por el empleo flexible (precario) y refundar el modelo europeo de la economía social de mercado a base de Internet es piruetear en un trapecio sin red. La propuesta consistente en apelar a la ductilidad del mercado de trabajo, al poder taumatúrgico de la competitividad innovadora y a la necesidad de reforzar la capacidad nacional de las empresas, que formularon hace casi un año Blair y Aznar (esa pareja, fruto del pensamiento único, que ha sustituido las glorias de De Gaulle-Adenauer, Giscard-Schmidt, Mitterrand-Kohl) ha sido el credo inspirador de la última cita de los Quince. Ese credo rector que propone la liberalización total de los grandes procesos económicos y la renacionalización liberal de los restos como el remedio que Europa necesita. Decididamente, la seducción de Blair es mucho más eficaz que el látigo de la señora Thatcher. En ambos casos se trata de lo mismo, del desguace de Europa. Que ya ha comenzado en lo concreto.

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El sector de investigación y desarrollo es uno de los más significativos de la Unión Europea por la importancia de su presupuesto, 15.000 millones de euros, porque es el único directamente gestionado por la Comisión, y por la relevancia que tiene para el futuro europeo, dado el notable diferencial negativo que separa la investigación norteamericana de la europea -2,8% del PIB allí y el 1,8% aquí-.

Pues bien, el último Consejo Europeo de Ministros de Investigación, so pretexto de eficacia y competitividad, propuso renacionalizarlo redistribuyendo el presupuesto entre los grandes centros científicos de los países miembros. Para ello quiere proceder a una tautológica selección de centros de excelencia que conducirá a la designación de las principales instituciones científicas que ya existen en los países del Norte -el CERN, el Max Planck, el EMLB, el ESO, etcétera- que verán con ello potenciados sus programas y estructuras. Es obvio que dado el distinto nivel científico de los países del Norte y del Sur, si se adopta el principio de favorecer al pelotón de cabeza, se agravarán inevitablemente las diferencias. Invocar un aumento de la movilidad de los investigadores como práctica compensatoria del desequilibrio producido es un artilugio engañoso. Pues es bien sabido que la movilidad es de dirección única y precisamente hacia esos centros de excelencia para los que los investigadores de los países europeos periféricos son mano de obra barata que, finalizado el periodo de movilidad, son difícilmente recuperables en sus países de origen.

Esta confirmación de las ventajas adquiridas de los grandes centros, este privilegiar al dominante, es revelador del atentado a la cohesión social, al igual acceso al progreso de todos que está en la base del modelo europeo de sociedad que la renacionalización hace imposible. El ejemplo de lo que ha comenzado a suceder en el sector científico amenaza con reproducirse en todos los otros ámbitos comunitarios. Bueno es que hagamos luz en las sombras de Lisboa.

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