Tribuna:

¡Que viene el Príncipe! RAMÓN DE ESPAÑA

Durante la última ceremonia de entrega de los premios Goya, Pedro Almodóvar se permitió unos comentarios humorísticos a costa del cumpleaños del príncipe Felipe. Y no pasó nada. La organización, como siempre pasa en este tipo de actos, había sido prevenida en contra de gracias y compadreos con el heredero de la Corona, pero eso a un hombre que está a las puertas de un Oscar le debe de traer muy al fresco.Lo mismo nos sucede al resto de los españoles, que cada día entendemos menos la obsesión de los responsables de la Casa Real por tener a sus ilustres representados metidos en una especie de ur...

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Durante la última ceremonia de entrega de los premios Goya, Pedro Almodóvar se permitió unos comentarios humorísticos a costa del cumpleaños del príncipe Felipe. Y no pasó nada. La organización, como siempre pasa en este tipo de actos, había sido prevenida en contra de gracias y compadreos con el heredero de la Corona, pero eso a un hombre que está a las puertas de un Oscar le debe de traer muy al fresco.Lo mismo nos sucede al resto de los españoles, que cada día entendemos menos la obsesión de los responsables de la Casa Real por tener a sus ilustres representados metidos en una especie de urna de cristal de la que ellos, como buenos Borbones, son los primeros en querer salir corriendo para compartir, en la medida de lo posible, las alegrías del populacho. Líbreme Dios de dar consejos a nuestro Monarca, pero todos le agradeceríamos que pusiera amablemente en su sitio a todos esos enemigos del pueblo que pretenden mantenerle a él y a los suyos alejados de su gente. Más que nada porque es difícilmente compatible enviar al Príncipe heredero a todo tipo de actos culturales con rodearle de un halo de respeto y veneración absurdo en los tiempos que vivimos. A diferencia de los japoneses, nosotros no tenemos ninguna obligación de dirigirnos a nuestros reyes con estupor y temblores (dato verídico extraido de la última y excelente novela de Amelie Nothomb Stupeur et tremblements).

La manía de llevar a la familia real entre algodones alcanza sus más altas cotas de absurdo en los actos a los que acude el príncipe Felipe. Como escritor de ceremonias para los premios Goya y para los premios Amigo, he padecido esa obsesión impuesta por personajes no determinados de la Casa Real, a los que, sin conocer personalmente, siempre imagino vestidos de gran chambelán, si es que existe ese atuendo. ¡Que viene el Príncipe! se ha convertido en el concepto más terrorífico a la hora de repartir premios a la industria cinematográfica, discográfica o cualquier otra en la que, hasta el momento, no me han dejado meter la zarpa. Como escritor, puedes hacer los chistes que te apetezca con la condición de no soltar ni uno sobre la familia real. O sea que te tratan como a una especie de petardista paranoico obesionado por el restablecimiento de la república (lo que es el caso). Si eres Pedro Almodóvar, te saltas las prohibiciones a la torera, felicitas al heredero de la corona por su cumpleaños, el Príncipe se ríe y te agradece que le trates como a una persona normal y aquí no pasa nada (aunque puede que en palacio le dé una lipotimia al gran chambelán).

En un país en el que, mayoritariamente, no se les tiene ninguna manía al Rey y a los suyos, todo esto empieza a ser absurdo. Más valdría, por ejemplo, que el gran chambelán llevara mejor sus asuntos en los actos en los que se involucra. Un pequeño ejemplo. Durante la ceremonia de los premios Amigo, para la que fui abducido por su presentador, mi amigo Juanjo Puigcorbé, se produjo un lío entre los diferentes cuerpos de seguridad que se podría haber evitado con un poco de mano izquierda. ¿Era necesario que los seguratas del horrendo Palacio de Congresos que les ha endilgado Ricardo Bofill a los madrileños fueran maltratados por los policías, que a su vez eran ninguneados por los muchachos de la Casa Real? ¿No se podía haber evitado que cada cuerpo tuviera sus propias instrucciones sobre cuáles eran las zonas restringidas? ¿Era bonito verlos a todos enfrentados por un quítame allá ese pasillo? Y sobre todo, ¿era serio ver como una chica de la organización conseguía cuadrarlos a todos para que dejaran de jorobarle la ceremonia de marras?En estas cosas pensaba yo mientras deambulaba por la zona de camerinos escuchando las pijadas de Nacho Cano y observando lascivamente el trasero de Shakira. O cuando Rosa Vergés me hablaba de las instrucciones que había recibido acerca del tratamiento al príncipe Felipe. Por eso me lo pasé tan bien cuando Almodóvar se saltó el protocolo y felicitó al heredero por su cumpleaños.

Estábamos en Barcelona, pero el tono general del asunto era muy madrileño. Y Madrid, no lo olvidemos, es esa ciudad en la que tipos que no conoces de nada te llaman "majete" y te conminan a que te pagues unas cañas, que "hay que ver cómo sois los catalanes con la pela, joder". La ciudad en la que he visto a actores y actrices confraternizar con la infanta Cristina en una mesa del Cock. ¡La capital mundial del compadreo, vamos!.

No hubo nada ofensivo en el gesto de Almodóvar, y me encantaría decir lo mismo de la levita y el corbatón que lucía el alcalde Clos. Si al gran chambelán le dio algo esa noche mientras sorbía una taza de té con el meñique tieso, peor para él. Y peor para ese colectivo pelmazo por excelencia, los monárquicos, que se pasan la vida hablando de un acercamiento del Rey a sus súbditos que ellos son los primeros en entorpecer.

Ha pasado un cuarto de siglo desde la restauración de la Monarquía y ya va siendo hora de que se note. No estoy hablando de hacer un programa de televisión como Spitting image (aunque una comedia sobre las interioridades de la familia real podría ser tronchante), sino de tratar a nuestros Reyes con la campechanía y el buen rollo con que ellos se dirigen a nosotros. No hay ahí falta de respeto, sino la evidencia de que todos somos, dejando aparte el color de nuestra sangre, gente simpática y enrollada que pasa mucho del estupor y de los temblores. A ver si la frase ¡Que viene el Príncipe! deja de ser una admonición terrorífica y se convierte en lo que debería ser para los trabajadores de la cultura, un motivo de alegría.

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