Tribuna:

Puerco mundoJUAN JOSÉ MILLÁS

Cuando un chaval cumple 14 años, lo primero que pide es el carnet de identidad. No sabemos en qué consiste la identidad, pero no podemos vivir sin ella. Tampoco sabemos qué son las transaminasas, aunque si no las tienes estás listo. Necesitamos la identidad, pues, más que para saber quiénes somos, quizá para saber quiénes no somos, al menos en los casos de complejo de inferioridad, como el mío. Si no soy ese individuo que espera a alguien en la esquina, ni esa mujer que cruza la calle con expresión de angustia, debe ser que soy yo. Además, lo pone en este papel plastificado, donde también figu...

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Cuando un chaval cumple 14 años, lo primero que pide es el carnet de identidad. No sabemos en qué consiste la identidad, pero no podemos vivir sin ella. Tampoco sabemos qué son las transaminasas, aunque si no las tienes estás listo. Necesitamos la identidad, pues, más que para saber quiénes somos, quizá para saber quiénes no somos, al menos en los casos de complejo de inferioridad, como el mío. Si no soy ese individuo que espera a alguien en la esquina, ni esa mujer que cruza la calle con expresión de angustia, debe ser que soy yo. Además, lo pone en este papel plastificado, donde también figura el nombre de mi padre y de mi madre y mi profesión.Qué de cosas.

Y si pierdo el carnet de identidad o me caduca, para eso tengo también el pasaporte y el permiso de conducir. La identidad reporta muchas ventajas. Puedes ir y venir de Móstoles con la seguridad de que no te has quedado en la cama, pues si te hubieras quedado en la cama y fuera otro el que viajara compulsivamente de aquí para allá lo notarías de algún modo, igual que notas la bajada de las transaminasas, cuya localización y utilidad ignoras, sin embargo, por completo.

Mucha gente llega hoy a Madrid sin identidad, en los conductos del aire acondicionado de los autocares o caminando directamente desde la patera. Cuando la policía interroga a estas personas, se niegan a decir de dónde son o cómo se llaman por miedo a que las devuelvan al lugar de origen, donde quizá tenían una identidad que no les había dado más que disgustos. Prefieren vivir en Madrid sin ser nadie que en Marruecos, pongamos por caso, siendo Fulano de Tal o Mengana de Cual.

De modo que, una vez que se hace imposible facturarlos, pues no se sabe a dónde, salen a la calle y comienzan una existencia virtual sin haber oído hablar siquiera de Internet. De hecho, al no ser nadie, duermen en lugares inexistentes, se alimentan de comida irreal y visten una ropa imposible. Tal vez usted haya visto a alguna de estas personas virtuales, que, sin embargo, enferman, pasan hambre y mueren como las de verdad. A veces llaman a la puerta de la casa de uno con una botella de plástico y piden un poco de aceite. Hasta el aceite necesita llamarse aceite para saber a qué nos referimos. Ellos, sin embargo, no se llaman de ningún modo. Se dejaron la identidad en un clima distinto, en una geografía diferente, desde la que comenzaron un viaje alucinante que a veces termina en ese semáforo en el que usted y yo lanzamos la primera maldición de la jornada. Muchas de estas personas estaban estos días haciendo cola ante las ventanillas de la nueva Ley de Extranjería. La palabra que pronunciaban con más frecuencia era la palabra "papeles". Van buscando papeles, incluso papeles sin plastificar, para adquirir un identidad pequeña que quizá les permita dar el salto del semáforo a la ETT: de la nada a la esclavitud. Parece mentira que una palabra pueda adquirir de pronto tal valor. Les oías pedir "papeles" y se te ponían los pelos de punta, más que cuando piden aceite, pan, dinero o un jarabe para la tos de ese niño envuelto en paños de cocina.

No se puede vivir mucho tiempo sin identidad, aunque se trate de una identidad falsa, sintética. Todas lo son en cierto modo. Sin embargo, el Ministerio del Interior denegó el año pasado la entrada por Barajas a 5.000 extranjeros cuya documentación era deficiente. Tenían, digamos, una identidad minusválida, insoportable para gente tan llena de sí misma como nosotros, que resulta que somos europeos. Por eso ocultan su origen, su filiación, su idioma, y salen de las comisarías a las calles vacíos de sí mismos. Si en el semáforo nos incomoda tanto su mirada es porque advertimos que al mirarnos absorben algo de nuestra identidad.

Pero no importa. Podríamos dejar de ser un poco lo que somos y ceder parte de nuestra identidad a estos seres humanos que hacen cola para conseguir papeles en ventanillas de vuelva usted mañana. La identidad es un derecho universal, orgánico, como las transaminasas, sean lo que sean las transaminasas. Parece mentira que nuestros perros estén llenos de carnets, cartillas, seguros, chips de identificación, incluso que se llamen Roberto o Federico, cuando todavía en algunas tertulias radiofónicas se afirma mezquinamente que esta Ley de Extranjería es demasiado generosa. ¿Demasiado generosa, con quién? ¿Con ellos o con nosotros, que anteayer aún buscábamos trabajo en Alemania? Puerco mundo.

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