EL RELEVO EN EL KREMLIN

El enigma Putin

Hay pocas dudas de que a Vladímir Putin le han puesto la presidencia de Rusia en bandeja para que haga posible el yeltsinismo sin Yeltsin. Otra cosa es que este antiguo teniente coronel del KGB (el siniestro Comité de Seguridad soviético), de 47 años, esté dispuesto a interpretar el papel que otros le han escrito o si, cuando llegue al poder (lo que ahora parece inevitable), encarnará otro sistema.Putin tiene la suerte de haber formado parte del régimen corrupto que encarnaba Borís Yeltsin sin haberse visto envuelto directamente en ninguno de los escándalos que han marcado los ocho años de tra...

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Hay pocas dudas de que a Vladímir Putin le han puesto la presidencia de Rusia en bandeja para que haga posible el yeltsinismo sin Yeltsin. Otra cosa es que este antiguo teniente coronel del KGB (el siniestro Comité de Seguridad soviético), de 47 años, esté dispuesto a interpretar el papel que otros le han escrito o si, cuando llegue al poder (lo que ahora parece inevitable), encarnará otro sistema.Putin tiene la suerte de haber formado parte del régimen corrupto que encarnaba Borís Yeltsin sin haberse visto envuelto directamente en ninguno de los escándalos que han marcado los ocho años de transición salvaje del comunismo al capitalismo. Es cierto que está dispuesto a tender sobre ellos el manto de la inmunidad, al menos en lo que respecta al último presidente y a su familia, pero, a estas alturas, eso importa menos a los rusos que el deseo de ver en el Kremlin a un brazo fuerte que empiece a poner orden en el caos.

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No hay datos objetivos que apunten a que Putin pueda ser ese hombre, y no lo será si cumple con el guión que le han trazado, pero nadie sabe lo que hay detrás de esa cara enigmática, de esos ojos huidizos, de esa apariencia insignificante del espía perfecto que un día fue y que le ayudó a hablar un excelente alemán. Parece de esas personas que escapan de su timidez hablando con rapidez, y hay que reconocer que lo hace con soltura, sin cometer errores de bulto y cambiando el discurso según la audiencia.

Tal vez esté ahí el secreto de su éxito, en haber sabido convencer a Yeltsin y a su corte de los milagros de que no tienen nada que temer de él y de que no podrán encontrar a nadie mejor para cubrirles las espaldas. El decreto que proporciona inmunidad al zar Borís y a su familia será seguido pronto de una ley de garantías para los ex presidentes, una figura que sólo tiene precedente en Mijaíl Gorbachov, aunque el inventor de la perestroika no fue jefe de Estado de Rusia, sino de la Unión Soviética.

En su mensaje de Año Nuevo, Putin dijo que el Estado protegerá "principios básicos de una sociedad civilizada" como las libertades de palabra, conciencia y prensa y el derecho a la propiedad privada. Parecía un compromiso directo con los valores democráticos clásicos muy del agrado de los oídos occidentales. Pero hacia dentro tiene mucha más importancia el compromiso que al día siguiente hizo en Chechenia de mantener la integridad de Rusia y de fortalecer las Fuerzas Armadas y los servicios de espionaje.

Por supuesto, también habló de la necesidad de "asegurar el crecimiento económico y la prosperidad del pueblo", pero eso es lo que llevan haciendo los dirigentes de Rusia desde hace ocho años, empezando por Yeltsin, principal responsable de que haya ocurrido justamente lo contrario.

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Los rusos tienen nostalgia de los tiempos en los que su país era una gran potencia y plantaba cara a Estados Unidos, aun a costa de un esfuerzo que, en última instancia, fue el responsable del fracaso histórico de la URSS. Putin aseguró que "no habrá cambio de rumbo" en política exterior, pero sus compatriotas parecen convencidos de que será capaz de conseguir respeto donde Yeltsin sólo obtuvo algo parecido al desprecio.

La piedra de toque será Chechenia, un "asunto interno" que preocupa a un Occidente que ha entronizado la injerencia humanitaria con Kosovo y que ve, supuestamente horrorizado aunque pasivamente, cómo mueren miles de civiles por los bombardeos implacables en la república caucásica.

Lo más que cabe esperar de Putin son buenas palabras, pero no un cambio de política en Chechenia, a no ser que le convenga para dar el último impulso a la campaña electoral si el curso de la guerra se tuerce. De hecho, es presidente interino, y puede serlo definitivo gracias a una "operación antiterrorista" cuya justificación (más bien pretexto) aún no ha sido documentada suficientemente.

A estas alturas persisten las sospechas de que la invasión de Daguestán por los wahabíes de Basáyev y Jatab estuvo teledirigida desde Moscú, y todavía no hay ninguna prueba de que la "pista chechena" estuviese detrás de los atentados que el pasado septiembre se cobraron cerca de 300 vidas en Moscú y otras ciudades rusas.

La guerra es su campaña. Lo ha sido para aumentar su expectativa de voto en las presidenciales del 1% a más de un 45%. Lo fue para convertir a un partido inventado por el Kremlin para ponerse a su servicio en la segunda fuerza de la Duma, pisando los talones a los comunistas. Y lo será para catapultarle al Kremlin. Ésa es su fuerza, y ése es también su punto débil, en el que debe concentrar todos sus esfuerzos. De que lo entiende así da perfecta idea que, apenas convertido en jefe de Estado interino, viajó a Chechenia.

Yeltsin ha mostrado una extraña propensión a buscar solución a sus problemas (más que a los de Rusia) en espías y policías. Yevgueni Primakov fue jefe del espionaje exterior. Serguéi Stepáshin, que le sucedió, dirigió el Servicio Federal de Seguridad (FSB, rama interna del antiguo KGB), al igual que Putin, también teniente coronel del KGB y espía en Alemania durante la guerra fría. Pero más sorprendente aún es que la facilidad con la que los rusos apoyan a líderes con este currículum. Algo que sólo se puede explicar por las catástrofes ligadas a economistas o políticos de corte más clásico como Yégor Gaidar, Anatoli Chubáis o Serguéi Kiriyenko.

En el caso de Putin, su historial pasa también por otros cargos en los que probablemente tuvo acceso a información confidencial que ahora puede resultarle de oro. Primero fue vicejefe de la administración de bienes del Kremlin, un emporio de billones de pesetas que dirige Pável Borodin, el eje por el que parecen pasar algunos de los escándalos que tocan de lleno a Yeltsin y su entorno. Luego se convirtió en número dos de la poderosa Administración presidencial, a las órdenes de Anatoli Chubáis, y allí, supuestamente, asumió el ideario reformista de éste, que ha resultado ruinoso para millones de rusos pero que sigue manteniéndole en la cresta de la ola.

De hecho, una de las piedras de toque de por dónde puede marchar el futuro presidente Putin es que Chubáis, o el maquiavélico oligarca Borís Berezovski, o ambos en unión, dirijan su campaña electoral, que, en cualquier caso, no se basará en los clásicos mítines, sino más bien en la utilización de sus actividades como primer ministro y jefe del Estado.

Uno de los puntos flacos de Putin es que pueda haber asumido el compromiso de pagar los apoyos recibidos para llegar hasta donde ahora está y para subir hasta lo más alto. Seguro que es consciente de que la popularidad de los políticos en Rusia es como un ascensor que sube y baja y que se puede manipular apretando un simple botón. Para engrasarlo y hacerlo moverse en la dirección correcta (hacia arriba) hace falta dinero, influencia y pocos escrúpulos.

Si quiere ser presidente, Putin no puede renunciar a esos apoyos, por molestos que le resulten. La duda es si, una vez que llegue al Kremlin, estará dispuesto a pagar la factura o si, por el contrario, decidirá volar con alas propias poniendo en marcha un proyecto de regeneración que Rusia necesita tanto como el pan. En caso de confrontación, sería apasionante ver quién tiene más kompromati (informes comprometedores) sobre sus enemigos: si Berezovski, comprados a base de dinero e intrigas, o Putin, cuidadosamente acumulados con paciencia de espía.

Putin tiene a su favor la desarticulación democrática de Rusia, lo que hace más eficaz la utilización del poder del Estado a su favor. No existe, por ejemplo, un sistema de partidos al estilo occidental. Tres de los bloques que el pasado 19 de noviembre pasaron la barrera del 5% de los votos son de nueva creación, y el auténtico triunfador de los comicios (Unidad-Oso, un invento del Kremlin al servicio de Putin) ni siquiera tiene un programa o ideología claros.

Lo peor de todo es que a los rusos eso les trae sin ciudado, ya que su mirada se fija sobre todo en los líderes y bastan unos meses y un poco de manipulación televisiva para que cambie de dirección. Ahora se concentra en Putin y, si se mantiene durante tres meses, éste se convertirá en presidente, incluso sin necesidad de segunda vuelta.

El enigma Putin se alimenta también de que no tiene ideología conocida. Y no hay por qué fiarse de la que proclama. Con Yeltsin de maestro es probable que haya aprendido que para controlar Rusia conviene dejarse guiar por el pragmatismo y estar dispuesto a cambiar de rumbo según la dirección del viento. Si sigue esa estela, defraudará las esperanzas de quienes piensan que hay encarnada en él una posibilidad de regeneración.

Crea o no en él, al menos tiene un ideario declarado. Apareció hace unos días en la nueva página en Internet del Gobierno ruso (www.pravitelstvo.gov.ru) y tiene estas bases: mantenimiento de la actual Constitución, de los poderes del presidente y del marco democrático; lucha contra la corrupción; eficacia judicial y policial contra la criminalidad; economía de mercado equilibrada con la regulación e incluso intervención estatal, aunque sin volver a la planificación soviética; favorecer las inversiones extranjeras, la alta tecnología, los sectores de la energía y las materias primas; reforma fiscal y del sistema fiscal y financiero, reforma agraria e integración en las organizaciones económicas mundiales.

La mayoría de las fuerzas políticas firmaría a ciegas esta declaración de intenciones, incluso los comunistas, al menos en su mayor parte. Pero no hay que engañarse. El futuro de Rusia no se juega ahí, sino en la lucha de intereses en los más altos niveles del poder político y económico. Sin repudiar la herencia de Yeltsin, es casi imposible salvar a este país.

Y ese legado no podría ser más negativo. La herencia de Yeltsin consiste en medio país en manos de oligarcas que lo consiguieron a precio de saldo, una profunda desarticulación social, una Administración corrompida, un crimen organizado engarzado en la estructura económica, una desesperante burocracia, un ineficaz sistema fiscal, un deterioro del tejido productivo y una caótica conducción política centrada en un presidente enfermo física y mentalmente, dejándose llevar por impulsos o, peor aún, por la camarilla de paniaguados que veían con espanto el momento del relevo en el Kremlin.

Lo mejor de Putin, lo que permite abrigar ciertas esperanzas, es que no se ha ensuciado, que se sepa, en ese proceso y que, por tanto, tendría más fácil desprenderse de quienes lo han protagonizado. Lo peor es el temor a que ese puño duro que tan popular le ha hecho puede ser el preludio de un peligroso autoritarismo que entierre las posibilidades de que haya una auténtica transformación democrática en Rusia.

En cualquier caso, Occidente, que sólo ha derramado algunas lágrimas de cocodrilo por Yeltsin, ha recibido bien su relevo por Putin, tal vez porque confíe en que pueda garantizar lo que más tranquiliza en un país con miles de armas nucleares: estabilidad.

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