Tribuna:

Un villancico

A las siete de la tarde, en la Nochebuena de Madrid, uno ve la luz verde de un taxi como la señal del rescate, de la salvación, en esta ciudad que se ha vaciado de pronto, parándose, volviéndose ajena y fantasmal; uno ve la luz verde como han visto los niños de los cuentos la luz de una ventana que se adivina entre los árboles. Y te montas como si estuvieras definitivamente salvado, porque la sensación es la misma que has sentido alguna vez a las cinco de la mañana y ya en el taxi de camino a casa has empezado a arrepentirte de todo lo dicho y todo lo hecho horas antes.Madrid vacío. Ahí, en el...

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A las siete de la tarde, en la Nochebuena de Madrid, uno ve la luz verde de un taxi como la señal del rescate, de la salvación, en esta ciudad que se ha vaciado de pronto, parándose, volviéndose ajena y fantasmal; uno ve la luz verde como han visto los niños de los cuentos la luz de una ventana que se adivina entre los árboles. Y te montas como si estuvieras definitivamente salvado, porque la sensación es la misma que has sentido alguna vez a las cinco de la mañana y ya en el taxi de camino a casa has empezado a arrepentirte de todo lo dicho y todo lo hecho horas antes.Madrid vacío. Ahí, en el asiento de delante, un taxista al que casi ni verás el perfil; la radio, por fortuna conectada, dando algo de vida a este interior rodante, que sin ella tendría algo de inquietante irrealidad. Se escucha un villancico melodramático, tan demoledor como el cuento de la cerillera, y uno se promete no poner la tele esta noche, porque si bien prefieres no ver a los presentadores del telediario haciendo pinitos en el arte del music-hall, tampoco podrías soportar otro año más los reportajes de asilos, donde sacan a los viejos cenando a las ocho y con unas bolas brillantes y un espumillón detrás, o a los pobres de solemnidad, que esa noche olvidan su pobreza y se unen a otros pobres en el albergue del Ayuntamiento; prefieres no verlos, no participar en el ritual de una de cal y una de arena, el lamé y el brillo con el reportaje humano de la periferia del mundo, con sus niños rumanos, su granja de desintoxicación y sus centros de menores.

En eso va uno pensando, en eso y en la esperanza de que esa noche no salte la mala chispa que enciende las tensiones familiares, cuando tras aquel villancico antiguo de voces de niños muertos, un opinador de tantos comienza a despacharse con el discurso antinavideño de turno. Me resulta tan previsible, tan familiar, que pienso que a estas alturas la Navidad no sería la misma sin esas palabras que año tras año, y con el convencimiento inaudito de ser originales, tantos contertulios dejan caer en la radio, como si nos descubrieran algo a los demás, como si fueran más radicales que nosotros, los que de camino a casa por una ciudad fantasma nos vamos preparando psicológicamente para la cena.

Me imagino a ese contertulio saliendo de la radio, olvidando enseguida sus momentos públicos de radicalismo, y encaminándose a casa, como todos, al margen de la edad y de las consideraciones políticas, que a estas horas ya están olvidadas, porque a lo que uno se enfrenta es al pasado, a la infancia, a ese momento de la vida en que uno no era nada, no había decidido ser nada, y sólo tenías el puesto que ocupabas en tu familia, eras el menor o el mayor o el de en medio, tenías los defectos bien marcados por tus hermanos, eras el gordo o el bajo o el mimado o el celoso.

Ahora, en esta Nochebuena de tantos años después, cuando parece que todo aquello ha quedado atrás, vuelves a tu casa, al cogollo familiar, y por más que hayas tratado en la vida de cambiar el puesto que te asignaron desde el principio, vuelves a ser el gordo o el mimado o el patoso. Por la familia no pasa el tiempo, por fuera todos más viejos, y por dentro todos iguales. Ahí está la inquietud que sentimos, seguramente por igual, ese señor que ha dado su charla progre y antinavideña hace un momento, y yo, y casi todo el mundo. No hay quien se libre. Tampoco estamos tan seguros de que nos queramos librar, tenemos claro que no queremos ser uno de esos viejos que aparecen en los reportajes de estos días, delante un plato de sopa y detrás un árbol de Navidad, más solos que la una.

En el fondo admitimos que la Nochebuena es esa reunión de bichos raros que es la familia, una brújula imperfecta que nos sitúa en el mundo, pero al fin y al cabo, necesitamos saber dónde está el norte. "Es aquí", le digo al taxista. Él me dice: "Bueno, se acabó por hoy, me voy a casa". Parece que ha sido un viaje por el túnel del tiempo. Entro en el portal como si de pronto volviera a tener ocho años y me fueran a regañar por llegar tarde.

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