Cartas al director

Pido perdón

Me llamo Zoido, y no conozco, como la mayoría de la gente normal, de dónde viene mi apellido. Pero, en cambio, estoy aprendiendo dolorosamente (la letra con sangre entra) hasta dónde tuvo que llegar para oprimir a unas desdichadas gentes: algunos de mis ancestros tuvieron que llegar hasta el País Vasco.Aunque ahora mismo no sé de nadie de allí que se llame como yo, en algún momento tuvo que existir algún miembro de mi familia que, como las de los que llevan los patronímicos de López, García o Sánchez, conquistaron aquellas tierras y las sojuzgaron reduciéndolo todo a cenizas, desde grandes ciu...

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Me llamo Zoido, y no conozco, como la mayoría de la gente normal, de dónde viene mi apellido. Pero, en cambio, estoy aprendiendo dolorosamente (la letra con sangre entra) hasta dónde tuvo que llegar para oprimir a unas desdichadas gentes: algunos de mis ancestros tuvieron que llegar hasta el País Vasco.Aunque ahora mismo no sé de nadie de allí que se llame como yo, en algún momento tuvo que existir algún miembro de mi familia que, como las de los que llevan los patronímicos de López, García o Sánchez, conquistaron aquellas tierras y las sojuzgaron reduciéndolo todo a cenizas, desde grandes ciudades como Gasteiz, de la que no se conserva ni un pequeño monumento ni la basa de una columna o una mínima lápida (sin duda, por la virulencia de aquella agresión), hasta la literatura, la pintura, la escultura, el teatro (exceptuando alguna pequeña pieza para la Navidad, salvada por haber sido su autor clérigo o fraile), que debieron de ser borrados entonces de la faz de la tierra. Esto es lo único que puede explicar el odio que hoy existe.

En realidad, de toda aquella gesta bélica y, con seguridad, trágica no se conserva nada, ni la más mínima referencia histórica, ni el más pequeño romance, ni la más distorsionada leyenda, pero tuvo que ser muy cruenta y prolongada, porque, de lo contrario, nadie en su sano juicio haría las cosas que ahora hacen algunos.

Seguramente los que llegaron, y se llamarían como nos llamamos la mayoría de todos nosotros, se quedarían con las tierras, con las minas, con los caladeros de pesca, con todas las fuentes de riqueza y pondrían a trabajar en lo más duro de esos oficios a todos los habitantes autóctonos de aquellas tierras, a hombres y mujeres con apellidos largos que se convertirían así en esclavos y a los cuales no les quedaría más remedio que iniciar la lucha por su liberación. Porque, además, en los siglos que van del XVI al XVIII, los más valerosos de sus marinos fueron obligados a capitanear las flotas de los reyes de España y muchos de sus mejores soldados a hacer de conquistadores de tierras americanas y a acabar por métodos expeditivos, muy a pesar suyo, empujados con toda probabilidad -y aunque ello no se conserve en las crónicas- por ascendientes míos con la resistencia que les opusieran los nativos de allende los mares.

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No consigo explicarme cómo después se cambió todo y por qué ahora la mayoría de los que mandan, de los que rigen las finanzas y las empresas, y hasta los terrenos del espíritu, en el País Vasco tienen esos apellidos autóctonos, los apellidos de muchas sílabas que debieron tener los invadidos, y, en cambio, casi todos los que trabajan en los oficios más comunes, ingratos y peor pagados, llevan los nuestros, que deberían ser los de los descendientes de aquellos invasores; pero debió existir una causa, desconocida para mí y escondida en los arcanos de la historia, para que esto sucediese, porque, de otra manera, algunos no podrían hacer con la conciencia tranquila lo que hacen.

No me queda, por tanto, más remedio que pedir perdón, aunque, hoy por hoy, no comprenda por qué tengo que pedirlo. Tal vez algún día, cuando ya no tengan necesidad de matar, los que ahora matan puedan ponerse a investigar y escribir los vericuetos de esta historia. - .

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