Tribuna:

El ordenador novelista

Apenas saltó a los periódicos la noticia de que el ordenador no sólo es capaz de ganarle a un campeón partidas de ajedrez, sino que puede también redactar novelas tan buenas o tan malas como las que cada día salen al mercado, mi ágil y ubicuo amigo Vicente Verdú se apresuró a ofrecer en una de las habituales hornacinas de EL PAÍS su oportuno comentario. Ni pedía albricias en él, ni mostraba sorpresa. Tampoco a mí me soprende este más reciente triunfo de la máquina sobre el simple mortal, y, sí, desde luego me parece digno de ser recibido con alborozo. Muy pronto en mi vida aprendí yo a aprecia...

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Apenas saltó a los periódicos la noticia de que el ordenador no sólo es capaz de ganarle a un campeón partidas de ajedrez, sino que puede también redactar novelas tan buenas o tan malas como las que cada día salen al mercado, mi ágil y ubicuo amigo Vicente Verdú se apresuró a ofrecer en una de las habituales hornacinas de EL PAÍS su oportuno comentario. Ni pedía albricias en él, ni mostraba sorpresa. Tampoco a mí me soprende este más reciente triunfo de la máquina sobre el simple mortal, y, sí, desde luego me parece digno de ser recibido con alborozo. Muy pronto en mi vida aprendí yo a apreciar y respetar el mérito de los ingenios artificiales con los que el homo sapiens potencia, objetivado, el propio. A apreciarlos y respetarlos me enseñaron aquellas primeras y elementales calculadoras mecánicas que en mi adolescencia remediaban mi desoladora torpeza para el manejo de los números.Debo reconocer en efecto que entre las cualidades innatas de que carezco se encuentra en lugar preeminente el talento matemático. Nunca en la escuela primaria, donde se nos hacía recitar la tabla de multiplicar, logré retener en la memoria sino los primeros versículos de la cantinela; y a estas alturas de mi larguísima vida confieso que, a no ser por la benevolente lenidad que suele amparar al estudiante inepto y tozudo, jamás hubiera aprobado las asignaturas del ramo, ni obtenido por consiguiente el indispensable grado de bachiller. Sin osar envidiarlos, uno admiraba aquellos casos asombrosos del señor que se sabía de memoria los números premiados en la lotería desde quién sabe cuánto tiempo atrás; y, aparte de tan singulares proezas, solía estimarse en general, y se cotizaba, la habilidad de los contables profesionales que con una rápida ojeada solían repasar sin falla columnas aterradoras de guarismos. Ahora, estas asequibles calculadoras que todo el mundo adquiere y maneja pueden realizarte al instante las operaciones más difíciles, más complejas; con lo cual -es cierto- se ha descuidado el cultivo académico de la destreza matemática, aunque, eso sí, siga habiendo siempre algún memorión dispuesto a exhibir la extravagancia de recitar sin falta el resultado de los partidos de fútbol desde tiempos remotos.

Pues, bien; si a principios de este nuestro siglo tan inventor hubo de saludarse con alivio el salto desde los antiguos ábacos hasta las eficientísimas calculadoras de hoy, con igual regocijo debemos acoger en sus días finales la nueva destreza electrónicamente alcanzada de redactar por ordenador, no sólo ya cartas comerciales u otros mensajes utilitarios, sino hasta obras de ficción imaginaria, novelas. Y ¿por qué no habría de hacerlo? Para empezar, el ordenador estará provisto de la preparación cultural adecuada: puede poseer una formación básica superior, un dominio completo del idioma; puede haber absorbido por completo la Gramática de Ignacio Bosque, la Ortografía consensuada de la Academia, el Diccionario del español actual de Manuel Seco, y cuantos elementos más le permitan manejar el idioma con toda precisión y seguridad, aplicando sus reglas y permitiéndose a la vez las licencias, variaciones y desviaciones que sus normas autorizan. Pocos serán, en verdad, los escritores de carne y hueso con tan excelente preparación. Puesto luego a pergeñar su obra, no se encontrará ese ordenador como el novelista novato a quien su prurito de total originalidad mantiene paralizado de angustia ante la blanca cuartilla hasta haberse orientado tras de mucho vacilar entre los modelos convenientes para su propósito e intento. Al ordenador se le ha suministrado previamente el más completo equipo de los recursos que para redactar un relato imaginario ha puesto en juego a lo largo de la historia la tradición literaria universal, y de tan rico arsenal elegirá, con mayor o peor fortuna, la combinación que en cada caso le deparen sus inagotables energías electrónicas. Con actividad creadora mucho mayor que la del más fecundo y prolífico de los escritores profesionales, entregará al mundo incansablemente manuscrito tras manuscrito.

¿Se advierte el alcance enorme de este gran progreso técnico que ya parece estar en marcha, sus importantes consecuencias para la vida literaria contemporánea? Es bien posible, desde luego, que, como ha ocurrido con todos los adelantos de la civilización, traiga éste consigo algunos efectos adversos; y así como las calculadoras electrónicas han dejado sin trabajo a una gran parte del personal bancario, quizá algunos cultivadores del arte narrativo deban ceder ahora y retirarse ante la competencia del infatigable ordenador. Pero en cambio ¡cuánta facilidad, qué comodidad, qué bendición para los editores, quienes de aquí en adelante podrán encargarle directamente sus best-sellers a la diligente, sumisa y eficientísima máquina, sin el fastidio de tener que bregar con el bastante incómodo mundillo de los escribidores! La industria editorial prescindirá así de la subsidiaria industria literaria, y ya se las arreglará para montar sin ellos un aparato de promoción, a lo mejor menos burdo, grotesco y humillante que las cansadas pantomimas a que nos tiene sometidos.

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Conviene notar que, por muy lamentable que sea en cuanto afecta a la suerte personal de individuos particulares, nada tiene de nuevo el fenómeno de la eliminación de trabajadores (en este caso, profesionales de la escritura) como consecuencia de un paso en el progreso tecnológico. Y en este caso concreto tanto más, cuanto que, por efecto del crecimiento de la economía y de la potencial demanda del mercado, se registra ya en él una evidente superproducción libresca. Así como repetidas veces a lo largo de este siglo el desarrollo económico ha dado lugar en uno u otro sector de la industria a excedentes que obligaban a quemar considerable cantidad de bienes, también ahora, por esta vez, son los almacenes de libros los que rebosan de papel impreso, haciendo necesaria su destrucción. Es que la industria editorial se ahoga en su prosperidad, al mismo tiempo que -paradójica o insensatamente- estimula de diversas maneras (mediante innumerables concursos, premios, escuelas y talleres de creación literaria, y con la pública demanda de nuevos talentos jóvenes) a incrementar aún más esa producción ya tan excedente. Se dirá, acaso, que éstas son las consabidas contradicciones del capitalismo.

Para colmo, dentro de un panorama que no deja de ocasionar serias aprensiones, viene a anunciarse a última hora la temible competencia del ordenador en el terreno de la industria literaria. Si las razonables previsiones de su contracción se cumplen, triste consuelo será, pero consuelo al fin, para muchos afanados escribidores a los que la impasible máquina pueda dejar a un lado, el de verse al menos libres de las tensiones y ansiedades que, en su plano modesto, replican a las de los magnates de las finanzas que, pugnando y compitiendo por los grandes intereses dinerarios, se mueven en el mercado de valores. Exentos a su pesar de las demandas que expresa o tácitamente les impone la industria literaria, es muy probable, desde luego, que disminuya el volumen de actividades de tantos fabuladores, cuyas energías pueden aplicarse quizá a cultivar campos más feraces. Pero siéndole esencial a la índole del ser humano el impulso hacia la expresión poética, ella encontrará siempre camino más idóneo para su manifestación auténtica. Tal vez la serenidad sea el mejor estado de ánimo para que, eventualmente, florezca la poesía.

Francisco Ayala es escritor.

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