Tribuna:LA CRÓNICA

En busca de Rubén Darío XAVIER MORET

Parece mentira, pero también del triunfo de la revolución sandinista hace ya 20 años. Han pasado más de veinte años del asalto de Edén Pastora al Palacio Nacional de Managua, de la huida del dictador Somoza, de la entrada desordenada de los guerrilleros en Managua, de la llegada al poder de una revolución que parecía que iba a cambiar el trágico destino de los pueblos de Centroamérica y que ilusionó a antifascistas de todo el mundo. Y precisamente porque de todo esto hace ya 20 años, Sergio Ramírez, el que fuera vicepresidente de Nicaragua hasta 1990, acaba de publicar un libro de memorias, Ad...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Parece mentira, pero también del triunfo de la revolución sandinista hace ya 20 años. Han pasado más de veinte años del asalto de Edén Pastora al Palacio Nacional de Managua, de la huida del dictador Somoza, de la entrada desordenada de los guerrilleros en Managua, de la llegada al poder de una revolución que parecía que iba a cambiar el trágico destino de los pueblos de Centroamérica y que ilusionó a antifascistas de todo el mundo. Y precisamente porque de todo esto hace ya 20 años, Sergio Ramírez, el que fuera vicepresidente de Nicaragua hasta 1990, acaba de publicar un libro de memorias, Adiós muchachos (Aguilar), que es la aportación de un testigo excepcional de la historia de la revolución sandinista. Aparecen en las páginas del libro personajes históricos como Fidel Castro, Omar Torrijos, Olof Palme, Daniel Ortega, Bruno Kreisky, Pepe Figueres, Juan Pablo II..., y se entrevén las complejidades del poder y los bastidores de la revolución, pero sin duda la huella más trágica es la de los muertos que quedaron en el camino, la de los sandinistas que lucharon por una revolución que no pudieron ver triunfar. Sergio Ramírez, de paso por Barcelona, insistía en "la tragedia de esas muertes" y subrayaba una decisión crucial de su biografía: cuando en 1975 vivía como escritor becado en Berlín y Armand Gatty le propuso ir a vivir a París para trabajar como guionista de cine en el Centro Pompidou. Ramírez renunció porque la revolución ya se oteaba en el horizonte. "Me hubiera perdido una revolución", dice, "y hubiera terminado bajando todos los días a comprar Le Monde al quiosco de la esquina para enterarme de las noticias del trópico lejano, una evocación que siempre acaba por aterrarme". "Y por supuesto que no me arrepiento", añade. "El tiempo de los arrepentimientos ya pasó". Tras la derrota electoral del sandinismo en 1990 ("por mucho que los usos del poder nos hubieran enseñado, el fraude electoral no estaba entre las elecciones aprendidas"), y ahora que los votos mantienen en el poder al somocista Arnoldo Alemán, Sergio Ramírez prefiere mirar el mundo en clave literaria. El Premio Alfaguara, concedido en 1998 a la novela Margarita, está linda la mar, le supuso un buen espaldarazo. Contaba en aquel libro con dos personajes que siempre han estado presentes en su vida: el poeta Rubén Darío por un lado ("mi obsesión") y el dictador Somoza por el otro. En el escenario de la ciudad nicaragüense de León coincidieron ambos, con 50 años de diferencia. La obsesión por el poeta Rubén Darío (1867-1916) sigue viva en Sergio Ramírez. Precisamente ahora, aprovechando un viaje a Europa, ha viajado hasta Mallorca para investigar la estancia del poeta nicaragüense en la isla a principios de siglo, cuando pareció que allí encontraba la paz espiritual que andaba buscando. "Rubén Darío estuvo en Mallorca en 1905 y volvió en 1913", comenta Ramírez. "Parece que conoció al mecenas Joan Sureda a través del escritor y pintor Santiago Rusiñol y entabló relación con él. Y también con el pintor Anglada Camarasa y con la pintora Pilar Muntaner, esposa de Sureda". Joan Sureda (1873-1947), cuenta Ramírez, era un personaje curioso, muy católico. "Tanto, que en su viaje de bodas se compró en Suiza un hábito de cartujo que quería que fuera su mortaja", comenta. "A quién se lo ocurre: comprarse la mortaja en la luna de miel...". De este hábito, por cierto, nace una anécdota famosa de Rubén Darío, ya que el poeta se fotografió con él y a partir de la foto corrió la voz de que quería meterse a cartujo. Un hijo de Joan Sureda, por cierto, Jacobo Sureda, fue gran amigo de Llorenç Villalonga y de Jorge Luis Borges, con quien firmó el manifiesto ultraísta de 1921. La estancia de Chopin y George Sand en Valldemossa, y la de Darío en la isla aparecerán en la nueva novela que está preparando Sergio Ramírez. Por ellos ha querido visitar la cartuja de Valldemossa, un mundo bello y extraño que parece detenido en el tiempo. Ramírez visitó la celda de Chopin y también la de Darío, que no está abierta al público, buscando el rastro de ese poeta que le obsesiona. La conversación con Sergio Ramírez es un fiel reflejo de sus dos facetas: la literaria y la política. Rubén Darío se cruza con Daniel Ortega ("ya casi no nos hablamos"), Fidel Castro con La Regenta, novela de la que recientemente estuvo horas hablando con su amigo Alfonso Guerra, y Olof Palme con Iván Turguéniev. Cuando dirige la mirada hacia la Nicaragua actual, maltratada por el huracán Mitch, se sorprende Ramírez de la descarada corrupción que reina en el Gobierno de Arnoldo Alemán. "Ni en el somocismo había habido tanta ostentación como ahora", comenta con pesar. "Yo tenía 37 años cuando triunfó la revolución", apunta. "Ahora tengo ya 57 años y me considero afortunado de haber participado en ella". Y habla, 20 años después, de sus proyectos de ahora, literarios casi todos, pero sin dejar de mirar a su país con ojos de político. ¿Está seguro de que no volverá a la política?, le pregunto. Y responde: "Le contestaré con una de las mentiras más frecuentes de Nicaragua: yo a la política no vuelvo".

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En