Tribuna:

¿Podemos hacer más por la abolición de la pena capital?

(Carta abierta a la familia de Joaquín José Martínez, injustamente condenado a muerte).Después de escuchar, con profundo dolor, la información de los padres de Joaquín José Martínez, durante el acto académico celebrado en la Facultad de Derecho donostiarra, el día 28 de octubre, para recurrir la condena de su hijo, pensé que debía escribir una carta pidiendo la urgente derogación de la pena de muerte. Lo hago apoyándome, inicialmente, en los atinados estudios abolicionistas de algunos jesuitas de hoy, como Horacio Arango (Bogotá), Giuseppe de Rosa (Roma), Carlos Landecho (Madrid), José Llompar...

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(Carta abierta a la familia de Joaquín José Martínez, injustamente condenado a muerte).Después de escuchar, con profundo dolor, la información de los padres de Joaquín José Martínez, durante el acto académico celebrado en la Facultad de Derecho donostiarra, el día 28 de octubre, para recurrir la condena de su hijo, pensé que debía escribir una carta pidiendo la urgente derogación de la pena de muerte. Lo hago apoyándome, inicialmente, en los atinados estudios abolicionistas de algunos jesuitas de hoy, como Horacio Arango (Bogotá), Giuseppe de Rosa (Roma), Carlos Landecho (Madrid), José Llompart (Tokio), Joseph Vernet (París), Hilton Rivet, James R.Stormes, James Sunderland y otros 25 capellanes penitenciarios, en Estados Unidos, Jesuit conference on criminal justice, etcétera.

Por desgracia, la discusión en pro y en contra de esa pena puede seguir sin solucionarse, pues tropieza con mil obstáculos, ya que en los dos grupos militan personas valiosas. Esta nota pretende formular unas observaciones criminológicas iluminadas por el evangelio y la ciencia multi -inter- y trasdisciplinar que supere esa oposición-dualidad y aboque a la abolición teórica y práctica, también en la moral católica.

En favor del castigo capital, algunos antropólogos sociales exigen que el derecho punitivo "hable" el lenguaje de la emoción, de la irracionalidad, que admite la venganza, y no el lenguaje de lo razonable, que pide el respeto a la dignidad de toda persona, sin excluir la delincuente.

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Podría admitirse esa sanción, incluso para los menores de edad penal (Estados Unidos es el país que cuenta en sus cárceles la mayor población de jóvenes de 15, 16 y 17 años condenados a muerte), si se aceptase que el derecho penal "hablara" únicamente un discurso instintivo, emotivo, fanático, animal (en el peor sentido de la palabra), que acogiese sin discutir y sin discernir (con "obediencia ciega", como se aconseja en ciertas religiones) la tradicional cólera punitiva.

Pero el derecho penal, para ser justo, ha de "hablar" también un discurso humano que acoge y expresa la eterna compasión divina, tan poéticamente recordada en los místicos, en los salmos y en otros libros sagrados. También la antropología cultural patentiza que el amor, la generosidad y la ternura oblativa son igualmente instintivas. Así como puede decirse homo homini, lupus, no menos conviene rememorar el tradicional axioma homo homini sacra res: el hombre ante el hombre, cosa divina. Este actual emblema de la Universidad CarlosIII, en Madrid, evoca el discurso metarracional, la dimensión trascendente de la dignidad personal que clama por el abolicionismo.

A éste aboca el dogmatismo, bien entendido, integrado con cierto relativismo, cuando se fundamenta en argumentos que admiten el "filtro" de lo racional y lo razonable, que coordinan la aparente, pero sólo aparente, dualidad del discurso de la razón y de la emoción, de la inteligencia y de la revelación.

Afirmamos que la comunicación irracional no es distinta ni separable de la racional (excluyente de la venganza), que las ciencias humanas y la justicia humana deben "hablar" e integrar todos los lenguajes. Lo mismo se observa incluso en los animales más feroces: la loba y la leona también hablan cordialmente a sus cachorros.

En nuestra línea abolicionista, apoyada en la cosmovisión holística de la "globalidad" o de los "conjuntos", recordemos a Arthur Dickens cuando escribe: "Aun cuando todos los comentaristas de las escrituras admitiesen la pena de muerte, sus esfuerzos comunes no conseguirían convencerme de que es una medida cristiana".

Una aportación valiosa para aclarar nuestro problema surge desde la criminología y las ciencias empíricas, cuando el derecho penal las toma en serio. El dogmatismo puede y debe admitirse como esencial en el código punitivo, pero sólo si presupone y exige investigaciones empíricas y análisis científicos. Con Reynald Otttenhof, catedrático de la Universidad de Nantes, se ha de reconocer al criminólogo, cuya ciencia es interdisciplinar y empírica por definición, no el monopolio de los criterios y de las respuestas, sino el mérito de favorecer el diálogo en el seno de las ciencias del hombre... y de las ciencias teológicas, pues, en el fondo, no hay dualidad, sino que se complementan y se necesitan mutuamente.

A esta reflexión científica contribuye también la constatación de la existencia de terrorismos actuales que, para algunos especialistas, se convierte en un argumento contra la pena de muerte; los excesos del terrorismo, como los de las dictaduras, hacen aún más urgente la necesidad de proclamar esta intangibilidad de la persona humana, en particular suprimiendo el castigo criminógeno.

Quien ausculte las muchas y serias investigaciones empíricas, con sus correspondientes reflexiones racionales, puede deducir, como conclusión "dogmática", el abolicionismo, mientras perduren las circunstancias sociales hodiernas. Según Jescheck, presidente honorario de la Asociación Internacional de Penalistas, "sólo podría acudirse a la pena capital si en el supuesto de colapso total del orden público (como un ataque con armas nucleares) aquélla quedara como único medio para posibilitar por lo menos a una parte de la población la supervivencia dentro del caos general; pero no es éste un caso por el que deba preocuparse el legislador, pues entonces habría de comenzar la construcción de un nuevo orden estatal en condiciones desconocidas de antemano". Tampoco puede admitirse desde alguna perspectiva teológica, porque tal sanción resta al condenado el tiempo sagrado que debe quedarle para resolver sus asuntos religiosos.

Según indica Arthur Koestler, quienes abogan por el tradicional castigo vindicativo a ultranza se basan en una concepción religiosa de la responsabilidad-culpabilidad que no tiene compromiso alguno con los puntos de vista de la psicología, sociología y psicoanálisis. Las fronteras entre la responsabilidad y la irresponsabilidad son fluidas y problemáticas. No pueden aclararse por sólo consideraciones dogmáticas religiosas, sino que deben acudir a los datos de las ciencias sociales. Con sólo dogmas eclesiales falta una base sólida pra resolver este problema. Aparecen, como indispensables, las investigaciones sociológicas, cuantitativas y cualitativas, en el marco de la moderna filosofía.

Brevemente: debemos programar nuevas campañas para convencer de su error a todas esas personas juristas, sociólogas, religiosas, políticas... que todavía defienden la utilidad, legalidad y necesidad de la pena de muerte en casos de extrema necesidad. Urge que trabajemos más para que en Estados Unidos y en todos los países desaparezca, legal y prácticamente, pues se ha demostrado que es ineficaz, criminógena, injusta e inhumana; carece de eficacia catártica; devalúa, rebaja y brutaliza a quienes la imponen y a quienes la ejecutan.

Antonio Beristain, SJ, es director del Instituto Vasco de Criminología de San Sebastián.

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