Tribuna:

No sólo el fuego

Los premios literarios, por fortuna o por desgracia, tienen poco que ver con la literatura. Hay escritores decisivos que se mueren sin ningún reconocimiento oficial y escritores mediocres que adornan las contraportadas de sus libros con una lista interminable de flores marchitas y distinciones solemnes. También hay escritores decisivos que tienen la suerte de recibir premios y escritores mediocres que se consuelan de su falta de éxito con un orgullo rencoroso y una fe desmedida en los futuros reconocimientos de la inmortalidad. Por eso es tan ridículo sacralizar los premios como despreciarlos,...

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Los premios literarios, por fortuna o por desgracia, tienen poco que ver con la literatura. Hay escritores decisivos que se mueren sin ningún reconocimiento oficial y escritores mediocres que adornan las contraportadas de sus libros con una lista interminable de flores marchitas y distinciones solemnes. También hay escritores decisivos que tienen la suerte de recibir premios y escritores mediocres que se consuelan de su falta de éxito con un orgullo rencoroso y una fe desmedida en los futuros reconocimientos de la inmortalidad. Por eso es tan ridículo sacralizar los premios como despreciarlos, escudarse en una biografía sembrada de galardones o considerarse puro y genial por carecer de una mínima fortuna pública. La calidad literaria navega por otras aguas.Benjamín Prado acaba de publicar No sólo el fuego (Alfaguara), último Premio Andalucía de Novela. Ni siquiera los más impetuosos profesionales de la sospecha podrán saltarse a la torera, saltarse a la envidia o al prejuicio, la evidente calidad literaria de este libro implacable. Benjamín Prado, siguiendo unos versos de Pablo Neruda, decide ir más allá o quedarse más acá del fuego, para indagar en la simple historia, "el simple amor, / de una mujer y un hombre / parecidos a todos". No se trata de una novela de costumbres, de un ocultamiento de los márgenes en favor de las rutinas establecidas, sino de un viaje abismal al interior de las costumbres, de las rutinas, de las mujeres y los hombres "parecidos a todos". Los protagonistas cierran los ojos, imaginan, recuerdan, desean, y mezclan sus existencias reales con sus vidas inventadas, la vulgaridad de su presente con el calor quebradizo de sus fantasmas. Las personas normales son el mejor ejemplo de que no existe la normalidad plana, sin fisuras, sin volcanes, bosques o habitaciones de hotel, y No sólo el fuego vuelve a demostrarnos esa certeza que ha marcado la tradición más sólida y difícil de la novela contemporánea desde Madame Bovary: el valor, la miseria, el deseo, la rebeldía, el fracaso y la duda no son patrimonio de los héroes, sino de un reino común de ilusiones y pérdidas que se esconde detrás de los ojos de los protagonistas "parecidos a todos".

En No sólo el fuego habita un niño al que le cae un rayo seco, igual que pudo caerle una rutina ardiente, dejándole la extraña secuela de elegir el camino más largo para llegar a cualquier sitio y quedarse completamente inmóvil a la hora de los sueños. Habita un viejo desterrado español, que cuenta a su nieto la historia de un exilio sin heroísmos, pero cargado de fantasías y renuncias.

Habita una muchacha que se equivoca de amor y sufre al no poder acercarse siquiera a la cómoda manzana de la rutina. Y habita una pareja envenenada por la convivencia, por una galería de frustraciones y rencores que mancha de fango las palabras, los besos, las mesas de trabajo y las ensaladas de la cena. Todos esperan que pase un cometa sobre una carnicería y viven el abismo que hay entre la realidad y las quimeras. ¿Es posible un punto intermedio? Benjamín Prado nos evita piadosamente una respuesta.

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