A la sombra de las siglas

De todos los candidatos, Josep Lluís Carod-Rovira es el único que no reside en Barcelona o sus cercanías. Nacido en Cambrils, presume de vivir en Tarragona y eso le sirve para reivindicar una catalanidad que, según él, debería extenderse más allá de las ensimismadas murallas de la capital.Su mirada decidida transmite ambición y astucia, dos condiciones que le sirven para torear las constantes insinuaciones de sus pretendientes (maragallistas por un lado, pujolistas por otro). Ajeno a las opas que le rodean, Carod considera que la formación política que dirige -Esquerra Republicana de Catalunya...

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De todos los candidatos, Josep Lluís Carod-Rovira es el único que no reside en Barcelona o sus cercanías. Nacido en Cambrils, presume de vivir en Tarragona y eso le sirve para reivindicar una catalanidad que, según él, debería extenderse más allá de las ensimismadas murallas de la capital.Su mirada decidida transmite ambición y astucia, dos condiciones que le sirven para torear las constantes insinuaciones de sus pretendientes (maragallistas por un lado, pujolistas por otro). Ajeno a las opas que le rodean, Carod considera que la formación política que dirige -Esquerra Republicana de Catalunya- no debe pactar con nadie sino, por el contrario, enriquecer un paisaje electoral que, a rebufo de la simplificación general de la especie, tiende a un excluyente bipartidismo (léase bipersonalismo).

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Como filólogo y especialista en la historia del nacionalismo político, el dirigente independentista sabe de la importancia de los clásicos y administra con respeto el aura de unas siglas (ERC) con gran solera. Antes de que la Guerra Civil amputara el natural desarrollo del siglo, ERC llegó a tener varios presidentes de la Generalitat y una fuerte implantación entre las clases populares del país. La defensa de los derechos de los trabajadores y el deseo de aplicar un catalanismo que apriete pero no ahogue incluso la llevaron, de la mano del presidente Lluís Companys, a proclamar el Estat Català dentro de una fugaz República Federal Española.

Aquello, sin embargo, pasó a la historia. Ni la estela del presidente Francesc Macià (autor de aquel lema minimalista Catalans, Catalunya!) ni el currículo de Companys (fusilado por sus ideas) lograron superar el agujero negro que supuso el franquismo. Desperdigados por el exilio, algunos de sus dirigentes -sobre todo Josep Tarradellas- intentaron mantener viva la respetabilidad de instituciones como la Generalitat y, por una mezcla de azar y constancia, lograron hibernarlas hasta que el deshielo democrático las rehabilitó.

Tras la muerte de Franco, ERC era un partido viejo en dirigentes pero añejo en catalanismo. Ahora, en cambio, presenta una de las plantillas más jóvenes del país y una cuota de votantes por estrenar que, el 17 de octubre, podría dar la campanada sumando a su cantera natural (obtuvo 305.867 votos en 1995) convergentes hartos del pactismo de Pujol y socialistas recelosos de un Maragall demasiado centrado.

Llegar hasta aquí, sin embargo, no ha sido fácil. La andadura reciente de ERC da para un sainete. Acusada de venderse al pujolismo por unos y de azuzar el separatismo por otros, pasó su mayor vergüenza hace relativamente poco, al producirse una escisión activada por Àngel Colom y Pilar Rahola. Ambos fundaron el PI (Partit per la Independència), pero mantuvieron sus cargos públicos (de ERC), lo cual produjo una riña que culminó con el desprecio de los electores y la defunción del PI. No faltaron, durante esta fase, acusaciones de navajeo mutuo, pero al final Colom y Rahola pagaron por sus frivolidades (políticas y mediáticas respectivamente) con la ayuda de un Carod Rovira que no dudó en saltarles -dialécticamente- a la yugular. Por el camino perdió muchas horas de sueño y la barba que llevó durante muchos años (incluso cuando le detuvieron junto a otros 112 miembros de la Assemblea de Catalunya), pulió un poco su imagen expeditiva e intentó recuperar el tiempo perdido con la elaboración de un discurso que podría convertirle, con el permiso del PP, en el tercer ojo de la bifocal política catalana.

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Su campaña, por ahora, pretende ser más original que la de los demás, aunque también cae en la mercadotécnica visita a los mercados. Lejos de lanzar frases rimbombantes, Carod Rovira propone algunos datos sobre sí mismo. Tiene 47 años y tres hijos. Le gustan los castells -esas torres humanas cada vez más altas y populares- y se está quedando calvo. Es hijo de castellanohablantes y eso, según él, no supone ningún obstáculo para defender la independencia como un derecho democrático, meterse con el precio de los peajes, la Monarquía o La Caixa, o denunciar la monopolización del catalanismo por parte de un sector elitista de la burguesía barcelonesa.

Con un estilo no falto de ironía -le dijo a Pujol: "Usted es el guionista, el protagonista, el director, el escenógrafo, el tramoyista, el responsable de las luces y del sonido, el encargado de la taquilla y el apuntador de la obra que se ha venido representando aquí a lo largo de 18 años y ahora, además, en la última función, pretende ser el crítico teatral"-, apela a la renovación, al cambio y a la jubilación de unos dirigentes a los que califica de "caducos", no se sabe si en la acepción de "perecedero y poco durable" o si en la de "decrépito y muy anciano".

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