Tribuna:

¿El pasillo de la infamia?

"La entrada a menores sólo está autorizada si van acompañados de adultos". La advertencia es rotunda. Pero surgen algunas dudas. ¿Qué es un menor exactamente? ¿Menor de 18, cuando un/a joven puede conducir un ciclomotor (con el subsiguiente peligro) a los 16 años? ¿Menor de 18 cuando según el Código Penal en vigor la mayoría sexual está establecida a los 12? ¿Y qué ocurrirá cuando el aspecto del interfecto sea equívoco y no le tutele un adulto? ¿Se le pedirá que lleve el carné de identidad en la boca? Antaño, los censores proclamaban a las claras sus intenciones; en la actualidad disimulan, s...

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"La entrada a menores sólo está autorizada si van acompañados de adultos". La advertencia es rotunda. Pero surgen algunas dudas. ¿Qué es un menor exactamente? ¿Menor de 18, cuando un/a joven puede conducir un ciclomotor (con el subsiguiente peligro) a los 16 años? ¿Menor de 18 cuando según el Código Penal en vigor la mayoría sexual está establecida a los 12? ¿Y qué ocurrirá cuando el aspecto del interfecto sea equívoco y no le tutele un adulto? ¿Se le pedirá que lleve el carné de identidad en la boca? Antaño, los censores proclamaban a las claras sus intenciones; en la actualidad disimulan, se van por la tangente o apelan, en el caso del arte, a la dimensión estética de la obra para evitar referirse a la médula del asunto. Todo esto viene a cuento de la exposición de Robert Mapplethorpe en La Beneficència. El comisario de la misma, Christian Caujolle, puso en boca del propio Mapplethorpe la decisión de reservar el contenido de sus portafolios denominados X y Z sólo a los adultos. Habrá que fiarse de él pues no existe constancia escrita de esas palabras del artista norteamericano. De lo que no cabe la menor duda, basta con tener ojos para verlo y dejar de lado las anteojeras, es que las fotografías apartadas de la mirada influenciable de los menores son aquéllas que muestran relaciones sexuales entre dos hombres, las de contenido sadomasoquista y aquellos desnudos de hombres negros que exhiben una erección. Es decir, todas ellas de evidente carácter gay. Dicho esto, el comisario, que se presentó como amigo del difunto, insistió en quitarle hierro a la carga sexual de las obras, alegando que lo fundamental son sus características estéticas, arrumbándolas por tanto a una lectura formalista. El pretexto argüido por los organizadores para ubicar un cuarto o mejor dicho un pasillo ¿de la infamia? es que así lo dispuso el artista. Es una pena que no esté vivo para confirmarlo. Pero me temo que le han traicionado pues una de las fotos de las carpetas protegidas aparece reproducida en el folleto de la exposición. Me refiero a Bruce (1980). ¿Y por qué esa excepción que permite gozar a todos los públicos de esta imagen de un hombre negro cabizbajo encaramado en un tórculo? La respuesta incide en la incongruencia de la argucia empleada para crear un coto vedado. Y pone en evidencia la actitud pusilánime y cobarde de los hacedores de la exposición. El folleto aludido es un prodigio de silencios: se omite cualquier alusión a la homosexualidad del artista, tratándose de una cuestión capital para entender su obra. Y, por si fuera poco se ha editado, además de en castellano, en un valenciano plagado de faltas de ortografía. En 1994 se pudieron contemplar estas fotos, ahora segregadas, en la Fundació Miró de Barcelona y nadie se rasgó las vestiduras, ni hubo adolescentes azorados por el lenguaje explícitamente gay que requirieran de la ayuda de una carabina de la moral bienpensante. Las obras de mayor carga sicalíptica estaban a la vista -yo tuve la suerte de verlas- y no en una zona separada, como dijo erróneamente la responsable de la Mapplethorpe Foundation en la rueda de prensa del día 16, tratando de poner paños calientes en un asunto ya de por sí subido de temperatura. La Beneficència ha querido apuntarse un tanto con esta exposición, y no es de extrañar pues la programación de los últimos años ha sido anodina, mediocre y provinciana. Y lo ha hecho (ahí está la atención mediática desplegada) a costa de embozar la presentación de la obra, arrinconándola en una categoría pornográfica, que destila en el fondo homofobia. Si uno quiere mostrar a Mapplethorpe hay que ser consecuente. Y es que parecen perdurar en algunos sectores del PP las actitudes beatas -las mismas que sufragan al Opus Dei a la luz del día- que alimentaron la cruzada censuradora orquestada en 1994 en contra de las magníficas exposiciones de Larry Clark y Nobuyoshi Araki (¡aún recuerdo los hermosos primeros planos de vaginas!), finalmente exhibidas en la Sala Parpalló. Para justificar lo injustificable -la mojigatería y el olor a naftalina- se apela a un pío propósito: proteger a los escolares que visitan el centro durante el año. Pero ¿tan seductoras son esas imágenes de sexo entre hombres que puedan turbar a la muchachada que las contemple? Una de las fotos puestas a buen recaudo del menor, Man in a Polyester Suit (1980) en la que se observa un generoso pene pendulón aflorando por la bragueta, existe en formato de tarjeta postal, que cualquiera puede adquirir. Desde aquí les invito a hacerlo. Pues a la postre, no hay nada más bello que la sexualidad, sea cual sea su orientación. Y es que esos mismos escolares pueden ver -sin tutela- por televisión cómo un miliciano pro-indonesio descuartiza a machetazo limpio el cuerpo indefenso de un timorense independentista. De la misma manera muchos/as chavales/as tienen acceso a la bazofia humana presentada en Tómbola, que pagamos todos/as los/as valencianos/as, en donde las canalladas de más baja estofa son coreadas por un grupo de corifeos de lengua afilada, como ha escrito Alfons Cervera; en el mejor de los casos, cualquier incauto adolescente puede ver cómo un futbolista patea a otro y saca los puños en un gesto de macho, ibérico o no (éso por lo visto debe ser un toque de hombría aplaudible, y no la sexualidad sin tapujos que retrata Mapplethorpe) y todos jalean la proeza, tan masculina ella. En cambio, las fotos de Mapplethorpe con armas, por ejemplo Gun Blast (1985) están a la vista de cualquier niño inocente. Las armas, al parecer, no hacen daño. La fama de ciudad abierta que Valencia se había granjeado (y a la que ha contribuido el Consorci de Museus con algunas exposiciones) sufre ahora un serio revés. Hoy se despierta más pacata y monjil, y ello gracias a La Beneficència.

Juan Vicente Aliaga es crítico de arte.

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