Reportaje:

Monòver, sintaxis de la cocina

Lo que da la tierra pueden ser también suculentas palabras. De lo que se come, se habla, y asimismo lo contrario. Por algo comparten ambos hechos el mismo instrumento anatómico, la lengua. En nuestra tierra no han faltado cocineros de palabras y primorosos reposteros de frases, pero no encontraremos mejor pastelero del lenguaje que Azorín. Un poco clásico, quizás rancio o amojamado para la actualidad, pero permanente. Las palabras tienen sabor, como la buena cocina. Los grandes platos tienen ritmo, gramática, sintaxis. En ambos casos para degustarlas, hacen falta paladares educados. Los herm...

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Lo que da la tierra pueden ser también suculentas palabras. De lo que se come, se habla, y asimismo lo contrario. Por algo comparten ambos hechos el mismo instrumento anatómico, la lengua. En nuestra tierra no han faltado cocineros de palabras y primorosos reposteros de frases, pero no encontraremos mejor pastelero del lenguaje que Azorín. Un poco clásico, quizás rancio o amojamado para la actualidad, pero permanente. Las palabras tienen sabor, como la buena cocina. Los grandes platos tienen ritmo, gramática, sintaxis. En ambos casos para degustarlas, hacen falta paladares educados. Los hermanos Martínez Ruiz, cada uno en su estilo, parece que los tenían. A uno de los hermanos, Amancio, Sanchis Guarner le decía "laminero de palabras", y el otro, José, Azorín, es el más fino gourmet de la época. Fino, pero moroso en la prosa, deteniéndose y relamiéndose en cada frase. Casi como en el Restaurante Xiri, que se demoran en cada plato, haciéndonos suspirar por el siguiente. No sé si el aperitivo es casual, pero el cuenco de olivas que nos sirven parece destinado a ser descrito por el propio José Augusto Trinidad Martínez Ruiz, Azorín. "Grandes comedores de olivas, los monoveros. Un ateniense, un puñado de olivas. Un poeta, un puñado de olivas. Un monje, un puñado de olivas. Con un puñado de olivas y un cantero de pan se puede vivir. Con olivas negritas se puede razonar sutilmente..." Pero no sobrevivir mucho tiempo. Por eso completamos el menú con algo más sustancioso, la olla monovera con foie, o los calamares con tomate confitado, el rodaballo con jamón, etcétera. Todos los platos correctamente realizados y servidos; acaso les falta un punto de ilusión en su confección, se hecha de menos la sutileza y se intuye el aburrimiento de la repetición. Un postre interesante en su concepto es una mousse de fondillón. Debemos detenernos y hablar de este vino, que quizás es el más peculiar de la Comunidad Valenciana. El fondillón, que así deber llamarse, sin anteponerle la palabra vino, como privilegio concedido por la Unión Europea, procede de las uvas monastrell, recogidas muy tardíamente o expuestas al sol, en otras zonas, después de la vendimia. Parece que se introducía el mosto con todo el hollejo en barriles de roble para que fermentase durante un mes, y se utilizan, según reza un informe sobre el vino de Alicante, levaduras de la misma uva o de pié de cuba monastrell o garnacha. Por seguir con la lentitud, este vino debe reposar una vez concluida su producción y trasvasado a otros toneles de madera por lo menos ocho años, sacándose cada año una octava parte del tonel, y reponiéndolo de vino más joven. Alcanza los dieciocho grados alcohólicos, color caoba y un sabor inolvidable, algo rancio, por lo que decíamos de la prosa de nuestro escritor. Queda en el recuerdo para solicitarlo tantas veces como tomemos un postre dulce y decidamos acompañarlo de un vino, para mi gusto, y porque no tiene exceso de dulzura, más armonioso que los típicos, y también magníficos, vinos dulces del sur. Menos en el recuerdo queda el postre, ya que es imposible saborear el fondillón ante la agresión que supone acompañar la mousse con unas hojas, galletitas, infestadas de comino y rebozadas en polvo de chocolate. El restaurante está situado en una alameda, así la llaman aunque los árboles que la conforman sean pinos, en la parte moderna de la ciudad. Pero la recomendación al viajero es que se adentre por las calles del casco antiguo, recorra su tranquilidad, y después vaya a ver la casa de Azorín, donde apreciará la belleza de las casas burguesas de principio de siglo. Y además los atenderán de una forma soberbia, desacostumbrada en estos tiempos, con amabilidad y además, por puro placer, con conocimiento del tema. No podemos despedirnos sin una larga cita, gastronómica y azoriniana. "Con el pañuelo puesto sobre el muslo, para oxear las moscas importunas, el labriego, sentado en la mesita baja, va comiendo despacio, muy despacio las olivas, una sardina que se ha prensado entre el marco y la puerta, para que se desprendan las escamas; sardina de cuba; un pedacito de bacalao; el plato dicho de bacalao y pimientos. Comer lentamente, muy lentamente, masticando con perseverancia; así hacen los labradores del campo monovero. Y ellos, sin haberla aprendido, poseen la difícil ciencia de comer, que sólo poseen en las cortes los consumados lamineros".

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