Tribuna:

Vacaciones

LUIS MANUEL RUIZ Hace unos días, estuve con unos amigos en una poblada playa de Huelva. Por firme convicción personal, detesto las playas en verano, aunque esta vez un compromiso me prohibía la posibilidad de rehuirla: más allá de los supuestos beneficios salutíferos que dicen que se derivan del aire, el sol, la sal y el yodo me resulta imposible comprender cómo nadie puede disfrutar exponiéndose a una temperatura insufrible hasta socarrarse el pellejo, cómo se soporta la maldita arena caliente que lo infecta todo, que no puede pisarse si uno no quiere achicharrarse los pies y envenena la tor...

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LUIS MANUEL RUIZ Hace unos días, estuve con unos amigos en una poblada playa de Huelva. Por firme convicción personal, detesto las playas en verano, aunque esta vez un compromiso me prohibía la posibilidad de rehuirla: más allá de los supuestos beneficios salutíferos que dicen que se derivan del aire, el sol, la sal y el yodo me resulta imposible comprender cómo nadie puede disfrutar exponiéndose a una temperatura insufrible hasta socarrarse el pellejo, cómo se soporta la maldita arena caliente que lo infecta todo, que no puede pisarse si uno no quiere achicharrarse los pies y envenena la tortilla y el filete empanado; y, sobre todo, me resulta incomprensible que todos los playistas se concentren en un espacio mínimo de costa dejando el resto a los alacranes y las moscas, como si buscasen el calor y la comprensión de gente tan disparatada como ellos, como si deseasen mortificarse con los saltos, balonazos, gritos y músicas de los vecinos. Que la gente esté deseando todo un largo año de penalidades gozar de un poco de asueto para huir a este páramo plagado de familias y niños insidiosos fue algo que me hizo pensar. Me di cuenta de que la idea de las vacaciones era una trampa y un cepo, porque en vez del presunto descanso que debería suministrarle tan merecido paréntesis laboral, en vez de quitarse de en medio desapareciendo de la vecindad por un tiempo, planeando un panorama alternativo de actividades que le hiciese olvidar la rutina doméstica, la gente se dedicaba a reproducir ese mismo tedio cotidiano, buscando la misma sociedad a kilómetros de su casa, buscando vecinos molestos, paseando tortillas y abroncando a la suegra. Una de las dos o tres veces en que habré visitado un cámping, me sorprendió comprobar que sus habitantes, armados de roulottes, caravanas o la castiza tienda de campaña, se llevaban consigo toda la farragosa parafernalia de la casa a cuestas: el televisor, el ventilador, los pantalones limpios, los tenedores, el teléfono móvil por supuesto. Incapaces de liberarse del perverso demonio del hábito diario, lo transportaban con ellos pegado a las espaldas, sin posibilidad de sobrevivir fuera de sus tiránicas comodidades. Por mi parte, prefiero vacaciones más escapistas, donde el requisito primero sea, desde luego, huir del contacto humano: no sé por qué, pero el hecho mismo de vacacionar vuelve a los sujetos singularmente ruidosos e insoportables. A decir verdad, me conformo con lugares frescos, vacíos, sosegados. Islandia o Alaska no son malas opciones después de todo, esquinas refrescantes donde no se padece esta maleducada solana nuestra y nunca sucede nada, por supuesto nada de atletismo ni otras incomodidades televisivas. Pero quizá la verdadera vacación esté en otra parte. El escritor gallego Bieito Iglesias postula la existencia de una raza de individuos que prefieren oír las aventuras a realizarlas, saber de navíos y caravanas a la trabajosa tarea de formar parte de la expedición: de todas mis vacaciones siempre recuerdo el Massachussets de Lovecraft, el África de Rider Haggard, el Caribe de Alejo Carpentier, las impecables excursiones orientales del capitán Richard Burton, de T. E. Lawrence, de Joseph Conrad. Escenarios mucho más plácidos y nítidos que la playa de los domingueros, espacio abominable por el que deambulan antropoides requemados.

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