Tribuna:

Somos desnudos

Lo que nos falta en Madrid es la desnudez. En la ciudad vivimos tapados y tapando, ocultando el esplendor de nuestros defectos y reprimiendo la explosión de nuestra belleza. El atuendo, que es un imperativo urbano innecesario en esos otros lugares en los que estamos en vacaciones como si de pronto fuéramos otros o como si sólo entonces nos permitiéramos ser quienes de verdad somos, supone una elección que dice mucho de nuestra intimidad y que termina por ser una representación de nuestra desnudez.Pero ese camino urbano y largo para llegar a la desnudez es intuitivo, velado y muchas veces engañ...

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Lo que nos falta en Madrid es la desnudez. En la ciudad vivimos tapados y tapando, ocultando el esplendor de nuestros defectos y reprimiendo la explosión de nuestra belleza. El atuendo, que es un imperativo urbano innecesario en esos otros lugares en los que estamos en vacaciones como si de pronto fuéramos otros o como si sólo entonces nos permitiéramos ser quienes de verdad somos, supone una elección que dice mucho de nuestra intimidad y que termina por ser una representación de nuestra desnudez.Pero ese camino urbano y largo para llegar a la desnudez es intuitivo, velado y muchas veces engañoso. El atuendo puede ser un acierto o un error, pero es reemplazable; la desnudez, sin embargo, es absoluta, como lo son el mar y el aire, cierta como una de esas verdades que sabemos y que nada tienen que ver con la moral, e imprescindible para ser lo que somos. La naturaleza es desnuda.

En verano, cuando salimos de Madrid con ese entusiasmo tan próximo a la inocencia que sigue devolviéndonos cada año a la infancia, lo primero con lo que nos encontramos es con la desnudez. Más o menos púdicos, todos nos sentimos demasiado gordos o demasiado blancos o demasiado flojos o un poco desproporcionados; imposible de disimular, aparece con la desnudez ese pedazo de nosotros con el que no estamos demasiado de acuerdo o que incluso hemos escondido celosa y temerosamente. Nadie sabía en Madrid que, debajo de ese pantalón tan bien escogido, las rodillas rompían la aparente armonía del cuerpo, o que tras esa camisa impecable se agazapaba una espalda peluda. Nadie sabía en Madrid que, tras la cortesía del encuentro planificado, se domeñaba a duras penas la irritabilidad, que tras la alegría empujaba la ansiedad, que tras el cúmulo de responsabilidades que nos alejan a diario a unos de otros se disfrazan el egoísmo, el miedo y la ocultación.

Pero ahora, cuando el entorno obliga a desvestirse, tras las discretas aunque odiosas comparaciones y tras las gozosas aunque secretas constataciones del fallo de los otros, comienza un ejercicio de humildad cuyo proceso es imposible en Madrid, pero que servirá cuando volvamos para ser menos soberbios y, lo que es mejor, para valorar lo que está debajo de la rodilla y de los pelos de la espalda, lo otro más importante que también se desnuda. Porque en verano, a través del cuerpo y la convivencia inédita con otros, lo que se desnuda es el alma.

Si estás en la playa o en el monte, conviviendo a todas horas con unas personas con las que te relacionas habitualmente de forma parcial, lo que vives, además de un simple veraneo, es una experiencia especular, un proceso de conocimiento de los otros y de uno mismo que comienza en las nalgas y llega a lo esencial. Es un proceso atractivo, duro y enternecedor, tierno y brutal. Comienza con el desconcierto, le siguen las disculpas que preceden al silencio, llega a la aceptación y, en el mejor de los casos, tras la reflexión, alcanza la excelencia: el reconocimiento de la belleza y de las servidumbres de la naturaleza humana. Todos los defectos de los otros son, en mayor o en menor grado y puesto que somos capaces de verlo, nuestros defectos; cada cualidad que admiramos en otro cuerpo, en otro gesto, en otra sonrisa, forma parte de nuestra mirada, luego nos pertenece.

Hay un vértigo en la desnudez. Desde los pechos que intentan sostener en el aire el exceso de sus pezones o la escasez de su contorno, desde el sexo que dormita al sol y es mucho menor que su deseo o mucho mayor que su posibilidad, desde las cicatrices que atañen a un dolor nunca antes relatado, desde el desasosiego de la melena enredada, de los hombros quemados sin matiz por el sol, desde el desorden en la cara del que despierta como si cada día fuera un sobresalto o desde la sorpresa del que escucha a sus ojos marcar el territorio inesperado de su soledad compartida. Desde el cuerpo, el vértigo del alma.

Y a medida que vamos despojándonos de prendas, sustituyendo el traje por la piel, a medida que tocamos el aire, la arena, el agua, el tiempo, el mundo con nuestro cuerpo, el mundo del cuerpo de los otros con nuestros ojos, el vértigo primero va convirtiéndose en saber, va haciéndose profundo. Y al volver a Madrid, crecidos como los niños que regresan del veraneo, mayores y menos inocentes, llevaremos la impronta del desnudo que vimos, la silueta en los ojos del alma de los otros. Y también los otros habrán visto nuestra desnudez y sabrán más de nosotros. "Lo profundo es la piel", dijo Paul Valéry.

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