Reportaje:

El último tranvía de Sol

El 26 de julio de 1949, el tren de la línea 52 salía poor última vez de una plaza en la que sólo quedan hoy dos establecimientos de entonces

Día 26 de julio de 1949. La Iglesia celebra la festividad de san Joaquín y santa Ana, padres de Nuestra Señora. Amanece en la Puerta del Sol. El tranvía de la 52 sale de la plaza hacia Narváez. Éste será su último servicio. El café Universal, al lado de la calle de Alcalá, abre sus puertas. Muy cerca, en el bar Flor, hace horas que dejó de escucharse el cuarteto de señoritas que ameniza las noches de un Madrid de especulación y hambre. Y al otro lado, esquina a Mayor, en la Mallorquina, se empiezan a preparar los desayunos. Un olor dulzón y caliente, a mantequilla y croissant, llena la...

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Día 26 de julio de 1949. La Iglesia celebra la festividad de san Joaquín y santa Ana, padres de Nuestra Señora. Amanece en la Puerta del Sol. El tranvía de la 52 sale de la plaza hacia Narváez. Éste será su último servicio. El café Universal, al lado de la calle de Alcalá, abre sus puertas. Muy cerca, en el bar Flor, hace horas que dejó de escucharse el cuarteto de señoritas que ameniza las noches de un Madrid de especulación y hambre. Y al otro lado, esquina a Mayor, en la Mallorquina, se empiezan a preparar los desayunos. Un olor dulzón y caliente, a mantequilla y croissant, llena la calle. Casi delante de Casa de Diego un hombre delgado y pálido saborea el perfume de los hojaldres, el aroma del café recién hecho, mientras extiende en la acera la manta con los montoncitos de tabaco recién lavado -a un lado, el rubio; al otro, el negro-.

Hace rato ya que el café Levante ha abierto, y enfrente, en el salón de limpiabotas Antonio Cué, en el número 12, se preparan los trastos para la jornada. El tranvía 52 se pierde en la distancia calle de Alcalá arriba. No volverá. Antes que él desaparecieron los que hacían su trayecto por Carmen, Preciados, Tetuán...

Arturo Llerandi, cuarta generación al frente de Casa de Diego -bastones, paraguas y abánicos-, en el número 12, tiene la infancia inevitablemente ligada a los viejos tranvías. Casa de Diego es proveedor de la Real Casa Inglesa. Lady Di llevó uno de sus abanicos el día de su boda. Son también, claro, proveedores de la Casa Real española. Arturo Llerandi habla con nostalgia de los años del último tranvía, cuando la orquesta de señoritas, cuando colocaba en los raíles los 10 céntimos y las ruedas de hierro alargaban un poco más a aquel caballero de lanza en ristre.

"Una vez, un tranvía arrancó el toldo de la tienda y una mujer resultó muerta", cuenta, y todavía el temor del niño le asoma en la voz. "Echaban arena en las vías para frenar los vagones. Y algún día el coche no podía parar, atravesaba la Puerta del Sol y se detenía en la cuesta de Carretas. Había tan poca circulación que no encontraba ni un automóvil en su camino".

"Oh aquella Puerta del Sol, destartalada, pueblerina, con sus carteleras y sus mingitorios, siempre llena, a toda hora, de corrillos, de hombres indolentes que parecían esperar algo que nunca llegaba". No es que fuera así en 1949. Pero la descripción, hace ya tantos años, de Cansinos-Assens se asemeja bastante a la de entonces. Es verdad que ahora es otra cosa. Ya no están los mingitorios, enfrente justo de la Dirección General de Seguridad. Y donde antes estaba La Pajarita hay una oficina de cambio de moneda. En la Puerta del Sol hay muchos changes. Muchos. Casi en cada portal: donde antes estaba la corbatería Cimorra y en el 8, en lo que era Doña Manolita. Al fin y al cabo, se ha pasado del albur de la lotería a las fluctuaciones del dólar. Mira tú.

Pero todavía queda algo del aire de entonces. Tal vez ya no hay tanto hombre indolente -aunque lo hay- y las prisas, las carreras y los empujones han quebrado los corrillos de tanto literato en busca del libro del maestro, con firma, que así tenía más valor al venderlo.

Pero todavía las sombras de los hermanos Sawa -Alejandro, Miguel y Manuel- se arrastran por el asfalto pidiendo "un dracma para libar en honor de Baco" en cualquiera de los bares que entonces abrían sus puertas en Sol. Puertas que se abrían y no se cerraban. Dicen que ni siquiera había puertas en los bares porque estaban abiertos al público noche y día. Eran otros tiempos. Y otras gentes. El Sawa de ahora escribe versos -malos- que fotocopia y vende por la voluntad. O da vueltas en torno a la estatuta del oso y el madroño y, como aquellos de Cansinos, "esperando algo que nunca llegaba".

Vicente Fernández-Escribano García, 80 años, empleado, jefe de personal, director general de la Mallorquina, y todavía en activo, sentado en una esquina de la vieja pastelería contempla a la gente que entra y sale, que bebe y come, que ríe y se abraza, que aparece y desaparece ante las vitrinas, entre el ruido. "La Puerta del Sol era otra cosa. Ahora no hay más que golfos, pedigüeños y chorizos". El tiempo suele ser piadoso con los recuerdos. Porque esta Puerta del Sol tampoco difiere demasiado de aquélla, aunque la vea bien distinta Vicente Fernández-Escribano.

-Es apellido compuesto, póngalo todo junto, ¿eh?". No se le olvide.

-No, señor, no.

Había entonces hampones, tomadores del dos, chulos sentimentales, escritores sin obra, estraperlistas, vendedores de fantásticas plumas alemanas y señoras de buen ver y dudoso estar. Alguien cuenta que un día estalló el gasógeno en un automóvil y el asfalto quedó regado de garbanzos. Habían ocultado allí los sacos del estraperlo. Pero como dice Arturo Llerandi, "es que entonces los carteristas eran honrados. Y jamás tiraban una cartera. La devolvían". Los carteristas -y todos- eran otra cosa. "Había, oiga usted, un respeto".

Vicente Fernández-Escribano ha vivido desde La Mallorquina una buena parte de la historia de esta Puerta del Sol. Enseña el libro de cuentas del local y busca el primer día de apertura, un 4 de febrero de 1894. Era domingo. Se hizo una caja de 612 pesetas con cincuenta céntimos. Una pasta. Suspira y dice con algo de tristeza: "Sólo quedamos, que yo recuerde, Casa de Diego y nosotros". Lo demás ha desaparecido. Hace cuatro días que la piqueta municipal echaba abajo la librería San Martín, donde mataron a Canalejas. Y en el local de la Editorial Pueyo, hasta ayer abierta, despachan ahora unos helados con el sugerente nombre de la Menorquina.

En lo que fue aquel café de Levante -¿bailó allí alguna vez La Zarzamora?-, se venden ahora zapatos para señoras y caballeros, para el pequeño y la pequeña. Los Nuevos Guerrilleros hicieron popular un lema publicitario sorprendente: No compre aquí, vendemos muy caro. Pero la gente no se lo creía. Sabía -je, je- que era broma. Y entraba y compraba. Y alguien recuerda que en alguna ocasión se dieron globos a esos niños hambrientos de juguetes y pan.

Hasta la Dirección General de Seguridad no es lo que era. Ahora está allí el Gobierno regional. Pero debajo de su reloj sigue citándose la gente. Y delante sigue ese kilómetro cero. Con el mapa de España puesto del revés. Señalando el norte al sur y el sur al norte. Como una advertencia. No hay que darle más vueltas.

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