Tribuna:

Por una democracia gobernante

A los veinte años de las primeras elecciones constitucionales preciso es constatar que la democracia ha crecido mal. Tan mal que en plena juventud muestra evidentes signos de envejecimiento prematuro. La muy elevada abstención en la pasada triple convocatoria en un contexto en que todavía es correcta la afirmación de Ramírez: la participación electoral es un elemento de ratificación democrática, debería haber hecho sonar los timbres de alarma. A lo que parece no es así. Ni una sola palabra, ni una sola propuesta significativa sobre la regeneración democrática han tenido acto de presencia en el...

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A los veinte años de las primeras elecciones constitucionales preciso es constatar que la democracia ha crecido mal. Tan mal que en plena juventud muestra evidentes signos de envejecimiento prematuro. La muy elevada abstención en la pasada triple convocatoria en un contexto en que todavía es correcta la afirmación de Ramírez: la participación electoral es un elemento de ratificación democrática, debería haber hecho sonar los timbres de alarma. A lo que parece no es así. Ni una sola palabra, ni una sola propuesta significativa sobre la regeneración democrática han tenido acto de presencia en el recién concluido debate sobre el estado de la Nación. Es más, hemos presenciado el que según mis cuentas es el octavo acto de proclamación del cierre del proceso de descentralización del Estado, proclamación que, a no dudarlo, seguirá el triste destino de las anteriores. Y no es que no haya tela que cortar. Sin ánimo de agotar el tema están guardando cola pacientemente, en espera de solución, y en el interés pasándose de puro maduros en algún caso, al menos, las siguientes cuestiones: Primera. Una ley de partidos que desarrolle el mandato constitucional de democratización y que contemple, por ejemplo, la regulación legal y el control público del cumplimiento de la legalidad interna de los propios partidos, el establecimiento de elecciones internas públicamente supervisadas, una financiación pública vinculada al número de afiliados efectivos de los partidos, un plan contable que permita la efectiva supervisión de sus cuentas y una ampliación de la competencia del Tribunal de Cuentas para que el control de las finanzas partidarias pueda ser efectivo. Temas tabú todos ellos, a lo que parece. Segunda. La reforma del Senado, al efecto de resolver los problemas de integración que presenta el Estado de las autonomías y permita que éstas participen con voz y voto, esto es efectivamente, en la formación de las decisiones comunes que les afectan. Cuestión que está prudentemente aparcada porque obliga a replantearse el reparto del poder entre Congreso y Senado y entre órganos centrales y regionales de los partidos. Tercera. Una reforma de la Constitución, que abra los cerrojos que en 1978 se pusieron a la participación directa de los electores, al efecto de airear el sistema político introduciendo la advocación al voto popular de las leyes, el referéndum aprobatorio de las leyes que vota el Parlamento, una iniciativa popular más abierta y con menos impedimentos, etcétera. Cuarta. Una reforma urgente del sistema electoral, que introduzca de verdad el sufragio universal con voto igual en las elecciones legislativas, un sistema de elección que incluya el voto de preferencia en las listas abiertas y una fórmula electoral con capacidad para funcionar efectivamente como proporcional como regla, y no como excepción. Una reforma, en fin, que permita racionalizar la elección. Quinta. Plantear cuanto menos el debate sobre la conveniencia (o no) de introducir la elección directa del presidente del Gobierno, aunque sólo fuere para ajustar el proceso de elección del mismo a la imagen pública que se vende en las campañas electorales, y que hoy es más falsa que un billete de tres cincuenta. Sexta. Hacer una ley de régimen local que dote a los ayuntamientos de las competencias que la actual no les da, porque no les da ninguna (por eso lo del pacto local es una broma), permita la existencia de una pluralidad de formas de gobierno local, acabando con la estupidez que supone una regulación uniformista que se aplica igual en Mondoñedo que en Benidorm, y que abandone ese residuo franquista del actual método de designación de diputados provinciales en favor de la elección directa, como manda la Carta Europea de Poderes Locales. Como se ve no es tela lo que falta a la hora de cortar. Lo que ciertamente no hay en el conjunto de los partidos y, en especial, de los mayores, es una voluntad decidida de mejorar y ampliar la democracia, entre otras cosas porque no hay ni ideas, ni proyectos. Si el estereotipo criptofascista de la clase política se ha extendido y tiene el éxito que tiene no se debe por la repentina popularidad de algunos de los mentores intelectuales de D. Benito Mussolini, sino a su condición de síntoma oscuro del malestar de los ciudadanos con un sistema político que, en contra de sus promesas, se resiste en dejar de ser una democracia gobernada y no desea en modo alguno pasar a ser una democracia gobernante.

Manuel Martínez Sospedra es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valencia.

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