Tribuna:

Matta y otro Matta

Roberto Matta es el principio y el final de muchas cosas. Viendo sus dos exposiciones en Madrid, la del Museo Reina Sofía y la de la galería Almirante, uno no sabe si está saltando hacia el pasado o hacia el futuro, si se encuentra ante un hecho histórico o ante una profecía: ¿qué son todas esas figuras que parecen bailar, arder, morir, aparearse; que simbolizan el deseo, la ira, la confusión, el erotismo físico y mental; que no se muestran como algo acabado o concreto, sino como una idea o una visión que se empieza a formar ante quienes la miran y de algún modo los exige acabarla, darle un se...

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Roberto Matta es el principio y el final de muchas cosas. Viendo sus dos exposiciones en Madrid, la del Museo Reina Sofía y la de la galería Almirante, uno no sabe si está saltando hacia el pasado o hacia el futuro, si se encuentra ante un hecho histórico o ante una profecía: ¿qué son todas esas figuras que parecen bailar, arder, morir, aparearse; que simbolizan el deseo, la ira, la confusión, el erotismo físico y mental; que no se muestran como algo acabado o concreto, sino como una idea o una visión que se empieza a formar ante quienes la miran y de algún modo los exige acabarla, darle un sentido? La respuesta es fácil: todas esas figuras somos nosotros o, más concretamente, son nuestro interior. En cuanto al propio Matta, al artista capaz de conducir al público adentro de sí mismo y hacerle dudar si está observando óleos o radiografías, acuarelas o electroencefalogramas, a sus ochenta y siete años sigue siendo el chico genial y disparatado, siempre imprevisible, que conquistó a García Lorca en tres segundos, cuando lo vio por primera vez, en el año 1935; los mismos tres segundos que tardó el pintor chileno en definir al poeta: "Usted es el triunfo del verde". ¿Quién podría jurar que eso es mentira?Matta no sólo fascinó a Lorca en aquel Madrid ilustrado de la Generación del 27 y la Residencia de Estudiantes que Franco convertiría en La Colmena, de Cela; también empezó una amistad ininterrumpida con Rafael Alberti, Maruja Mallo, Pablo Neruda y, ya empezada la guerra civil, con Picasso, Miró y Alberto Sánchez, quien seguramente contribuyó a crear su ideología artística cuando una mañana, durante un paseo por París, el escultor se detuvo frente al león de la plaza de Denfert-Rochereau y le preguntó: "¿Qué es eso?", "Un león", fue la respuesta de Matta. "No, no es un león: es una ciudad", dijo Alberto, refiriéndose al carácter simbólico de la obra. "¿Entiendes lo que eso significa? Si puedes representar una ciudad con un león, puedes representar cualquier cosa con cualquier cosa".

En la Exposición Internacional de París, Matta trabajaba en el pabellón de la República Española y veía a Picasso pintar día a día el Guernica. Luego se presentó a Dalí llevando un mensaje que Lorca le había escrito en la contraportada de su Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, y Dalí le recomendó a André Breton: nada más conocerlo, el jefe de los surrealistas le compró dos dibujos y lo declaró miembro del movimiento. De París, Matta viajó a Nueva York, donde fue parte de una especie de olimpo pictórico formado por Max Ernst, Tanguy, Marcel Duchamp, Ferdinand Léger, Mondrian o Marc Chagall, y donde influyó decisivamente en la creación del expresionismo abstracto, en la obra de clásicos como Pollock o Arshile Gorky, también en Robert Motherwell o Rotkho. Por todo eso, Duchamp lo iba a nombrar "descubridor de las regiones del espacio desconocidas hasta entonces en el campo del arte". Sin duda, este pequeño esbozo biográfico sirve para demostrar que Roberto Matta es una pieza imprescindible de la mayor revolución cultural de nuestro siglo.

Sin embargo, también es mucho más que todo eso: se trata, en primer lugar, de uno de los últimos creadores totales, de alguien para quien la pintura no es un fenómeno aislado, sino una enorme región del gran mapa de la poesía, si entendemos la poesía como el arte que puede captar y resumir la esencia del ser humano. No es casual que Matta fuese amigo de Neruda, Breton, Octavio Paz, Lorca o Alberti, ni que el contenido de la biblioteca de su casa italiana de Tarquinia, revelado por Juan Manuel Bonet en su prólogo al catálogo de la galería Almirante, sea éste: Breton, Paul Eluard, André Coyné, César Moro, Henry Michaux, Julien Gracq, Huidobro, Edward Lear... En segundo lugar, Matta es el anagrama del artista fiel a sus principios: las obras de sus dos muestras abarcan desde 1936 hasta el año pasado y demuestran que jamás abandonó su camino. Finalmente, Matta es un tercer animal en vías de extinción: el maestro divertido, el hombre con una idea irreverente y jocosa de todo. ¿Quién es Matta? Quizá sea posible adivinarlo jugando con las letras de su nombre: Roberto, que contiene a torero, a roto, a bote, reto y otero; que contiene, especialmente, a otro. Ése es Matta, el otro, los demás, todos nosotros.

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