Tribuna:PIEDRA DE TOQUE

Ardores pacifistas

Desde que estalló la guerra de Kosovo he seguido lo mejor que he podido el debate intelectual que ella provoca en Francia, España e Inglaterra, países entre los que, por razones circunstanciales, me muevo hace dos meses. Sin vacilar concluyo que, aunque haya mucho que lamentar en la vida política francesa, el debate de ideas sigue siendo en Francia ejemplar, vivo y estimulante, dentro de la mejor tradición de su cultura y a años luz de sus vecinos, donde este debate ha sido escaso y pobre. Profesores, escritores, pensadores, periodistas, artistas se pronuncian en Francia en estos días a favor...

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Desde que estalló la guerra de Kosovo he seguido lo mejor que he podido el debate intelectual que ella provoca en Francia, España e Inglaterra, países entre los que, por razones circunstanciales, me muevo hace dos meses. Sin vacilar concluyo que, aunque haya mucho que lamentar en la vida política francesa, el debate de ideas sigue siendo en Francia ejemplar, vivo y estimulante, dentro de la mejor tradición de su cultura y a años luz de sus vecinos, donde este debate ha sido escaso y pobre. Profesores, escritores, pensadores, periodistas, artistas se pronuncian en Francia en estos días a favor o en contra de la intervención de la OTAN, en las radios, la televisión y los periódicos, como lo hicieron durante las guerras de Argelia y de Vietnam, o durante los sucesos de mayo del 68, en manifiestos, discusiones, conferencias y artículos que, por lo general, son de elevado nivel, con más razones que desplantes o exabruptos. Y, así como este debate me ha ayudado a mí a definir una posición sobre el conflicto, tengo la certeza de que el apoyo a la intervención de una mayoría significativa de la opinión pública (hasta ahora, por lo menos) debe mucho a los argumentos y explicaciones esgrimidos en este debate por los intelectuales franceses, gran parte de los cuales se ha declarado, aunque a veces a regañadientes, en favor de la OTAN. (Una de las excepciones, Régis Debray, es objeto en estos días de un verdadero fuego de artificio crítico por su cercanía a las tesis del Gobierno yugoslavo sobre Kosovo).En Gran Bretaña, como casi siempre ocurre, los intelectuales observan desde lejos, con ironía, cinismo o desprecio este debate político, que abandonan a los políticos. Con algunas excepciones, como la de Salman Rushdie, que ha razonado en un ensayo sus dudas y angustias sobre la intervención, y alguna que otra, más bien pintoresca, como la de Harold Pinter, para quien el problema se resolvería "si Tony Blair deja de lamerle el culo a Clinton", el debate ha estado confinado entre parlamentarios, ministros, militantes y comentaristas profesionales. Tal vez el mayor esfuerzo intelectual lo haya hecho el primer ministro Blair, en efecto, en sus frecuentes intervenciones públicas, exponiendo las justificaciones morales y políticas para atacar a Milosevic e impedir la limpieza étnica de Kosovo, sin rehuir, por lo demás, las incertidumbres que ello plantea entre los aliados, y tratando de dar respuesta a las severas críticas que provocan las muertes de inocentes por errores de los bombardeos. Dudo que sin este saludable empeño personal y casi diario de Blair por recabar el asentimiento de la opinión pública, habría en Gran Bretaña un consenso tan vasto a favor de la acción aliada en los Balcanes.

En España, en cambio, el debate sobre Kosovo ha sido mínimo, y, aunque los dos principales partidos -el Socialista y el Popular- apoyan a la OTAN, tengo la impresión de que la opinión pública -no he visto encuestas al respecto- se muestra mucho más tibia que en el resto de Europa, acaso mayoritariamente hostil, a la intervención contra Milosevic. Muchos españoles, horrorizados con los bombardeos que, de manera repetida, fallan sus blancos y exterminan inocentes (serbios o kosovares), se sienten inclinados a favorecer las tesis pacifistas y a rechazar en bloque toda acción militar en los Balcanes, confundiendo en una misma abjuración al gobierno de Belgrado y a la Alianza Atlántica.

Quien ha proclamado con más claridad su pacifismo, con motivo de Kosovo, es Manuel Vicent, distinguido novelista y columnista del diario EL PAÍS (16 de mayo de 1999). Su pacifismo cesa cuando se trata de juzgar a los intelectuales que apoyan la acción armada contra la limpieza étnica del pueblo albanokosovar, a los que dispara beligerantes adjetivos: "Intelectuales mamporreros", "intelectuales misileros", "intelectuales bombardeadores" que "siempre se colocan del lado del más fuerte" y, luego, expresando incertidumbres sobre la estrategia adoptada por la OTAN, "tratan de quitarse del cepo y escurrir el bulto". Rastreando el subconsciente de estas miserias humanas, el pacifista descubre en ellas el anhelo de que "estos crímenes fueran incluso más horribles todavía para que su conciencia pudiera digerir la ignominia de tantos inocentes muertos por las bombas de la OTAN".

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Desahogar la indignación con un bombardeo de injurias contra los que piensan distinto no es la mejor manera de promocionar el benigno pacifismo, doctrina y actitud moral nobilísimas en el plano filosófico y abstracto, pero impracticables y falaces en el de la historia concreta. Me hubiera gustado leer, en el artículo de Vicent, además o en lugar de sus ucases, una explicación sobre el drama de los Balcanes y sobre la actitud que debería tomarse frente a él, para contribuir a aliviarlo, a la luz del pacifismo. Describir ese drama como lo hace -"Norteamérica bombardea el corazón de Europa ayudada por sus vasallos de la OTAN y bendecida por algunos intelectuales mamporreros"- es una manera de no verlo, de no hacer el esfuerzo para entenderlo, es acartonar esa tragedia en que mueren y padecen cientos de miles de familias en un eslogan.

El actual conflicto de Kosovo comenzó 10 años atrás, cuando Milosevic, para hacerse con el poder absoluto en Yugoslavia, suprimió la autonomía de Kosovo y desató la campaña nacionalista a favor de la Gran Serbia, de la que resultaron la secesión de Eslovenia y Croacia, las matanzas y la posterior fragmentación de Bosnia. Aunque no el único, el régimen de Milosevic ha sido el responsable mayor de la tragedia kosovar. Muchos de los que apoyamos la intervención armada de la OTAN lo hicimos convencidos de que el objetivo de ella era impedir el exterminio albanokosovar mediante la liquidación del régimen dictatorial de Milosevic e instalar una democracia en Yugoslavia, es decir, un régimen de legalidad y libertad que, en el marco de los acuerdos de Rambouillet, negociara con los kosovares un sistema de convivencia o de independencia que trajera la paz a la región. La absurda negativa de la OTAN a emplear fuerzas terrestres diluyó esta meta, y, me temo, ha hecho prácticamente imposible destruir a Milosevic, con lo que la guerra, en su forma actual, ha perdido en buena parte su razón de ser.

¿Significa esto que quienes defendían la abstención pacifista tenían razón? No lo creo. Los bombardeos no han generado la limpieza étnica. Ella comenzó, de manera discreta y sinuosa, hace 10 años, con la represión cultural y política y la discriminación de la mayoría albanokosovar por la minoría serbia, y, sobre todo, con el desplazamiento de 40.000 soldados de las Fuerzas Armadas yugoslavas a Kosovo en plena negociación de Rambouillet. El pacifismo, en estas circunstancias, significaba cruzarse de brazos ante el desarraigo o exterminio de dos millones de albanokosovares. Los 200.000 muertos de Bosnia son un prístino ejemplo de que, una vez desencadenada, la histeria bélica nacionalista no conoce límites ni escrúpulos. Si el Occidente democrático hubiera intervenido allí a tiempo, aquellos muertos estarían vivos y no habría habido crisis de Kosovo. El pacifismo, que se impuso en aquella ocasión, causó probablemente más víctimas y desgracias humanas que las que hubieran resultado de una acción oportuna.

El recurso de la guerra es arriesgadísimo, tiene un costo que subleva la conciencia porque pagan siempre inocentes por culpables y, por eso, debe ser evitado a toda costa, siempre que sea posible. ¿Lo era en este caso? En un manifiesto encabezado por un sociólogo de nota, Pierre Bourdieu, un grupo de intelectuales franceses se declara "¡Contra la limpieza étnica de Milosevic y contra los bombardeos de la OTAN!". Hombre, si ésa fuera una posible elección, ¿quién no la respaldaría? Habría que ser un demente perverso -como cree Manuel Vicent que son los no-pacifistas de este mundo- para apostar por la guerra, cuando figuraba entre las opciones realistas el cese simultáneo de los bombardeos y las acciones serbias contra el pueblo albanokosovar. Pronunciarse de esta manera parece generoso, una toma de partido por la paz, pero, en la práctica, es un vuelo fuera de la realidad, un desplante, una declaración de intenciones sin contacto con lo que ya está ocurriendo en este mundo concreto. Si la OTAN no gana esta guerra, pierden su país, sus casas y sus tierras, y muchos sus vidas, dos millones de kosovares. Este convencimiento nos lleva a muchos -no sin sobresaltos ni dudas- a apoyar la intervención.

El concepto de guerra justa es algo escabroso, desde luego, pero también una realidad. Ello no significa que todas las guerras sean justas, ni mucho menos. Lo cierto es que buena parte de ellas, como la apocalíptica sangría que enfrentó a Irak e Irán -con un millón de muertos como saldo- son absurdas y evitables. Lo fue la guerrita entre Perú y Ecuador, hace algunos años, a la que me opuse, por lo que la dictadura de Fujimori me honró con tres acciones judiciales como "traidor a la patria". Pero, en circunstancias excepcionales, como cuando la Europa democrática y Estados Unidos se enfrentaron a Hitler, o cuando los misiles de la OTAN impidieron que la tiranía estalinista de la URSS devorara al Viejo Continente, el recurso a las armas es un mal menor.

"Español de puro bestia", dice un célebre verso de mi compatriota César Vallejo (contrariamente a lo que cree Eduardo Haro Tecglen, que me llama "el experuano", el haber adquirido la española no me ha privado de la ciudadanía peruana). Lo escribió, desgarrado por la tristeza que le produjo el salvajismo con que los españoles se entremataban, durante la guerra civil. La España que él conoció tenía un pasado riquísimo, pero era, en su vida política y social, todavía bárbara. La Inquisición había desaparecido, pero no el espíritu intolerante, de verdades absolutas, excomuniones, ucases, censuras, crímenes. Y sobrevivía aquella incapacidad proverbial, casi ontológica, para coexistir en la diversidad y mantener un diálogo civil entre adversarios. César Vallejo se maravillaría con lo mucho que ha progresado la España que él amó, y por la que sufrió, viéndola hoy día. Es una democracia moderna, libre, integrada a la Europa que prospera, y donde la coexistencia política es una realidad inequívoca, que no consiguen mellar los pequeños grupos violentistas, marginales y repudiados por el grueso de la población. Hasta la Iglesia, sobre la que pesa una hipoteca integrista de siglos, se aggiorna y guarda las formas. Curiosamente, el espíritu "bestia" tradicional todavía chisporrotea a veces en el medio intelectual, donde suele asomar, en los intercambios y debates, la vieja ferocidad, la irracional tentación de pulverizar, no los argumentos, sino los huesos, músculos y vísceras del contrincante. Fíjense, si no, en los epítetos que centellean en la columna de Manuel Vicent. Si él, galano prosista, culto intelectual y, para colmo, pacifista, se exalta así, ¿qué podría esperarse de otros, más bastos y belicosos?

© Mario Vargas Llosa, 1999. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1999.

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