Tribuna:

Goethe

MIQUEL ALBEROLA Si alguien ha influido en la actitud intelectual del escultor Andreu Alfaro (aparte de un tipo listo llamado El Bobo, que le aportó la insolencia biológica del tratante de ganado de posguerra, y de Joan Fuster, ese párroco laico que además lo animó a articular su musculatura artística), es Goethe. En su santoral particular este intelectual alemán ocupa una de las hornacinas más relevantes. Alfaro se pone incandescente cada vez que habla de Goethe, lo que desató en más de una ocasión en el propio Fuster algo que estaba más cerca de los celos que de otra disciplina intelectual. ...

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MIQUEL ALBEROLA Si alguien ha influido en la actitud intelectual del escultor Andreu Alfaro (aparte de un tipo listo llamado El Bobo, que le aportó la insolencia biológica del tratante de ganado de posguerra, y de Joan Fuster, ese párroco laico que además lo animó a articular su musculatura artística), es Goethe. En su santoral particular este intelectual alemán ocupa una de las hornacinas más relevantes. Alfaro se pone incandescente cada vez que habla de Goethe, lo que desató en más de una ocasión en el propio Fuster algo que estaba más cerca de los celos que de otra disciplina intelectual. La tensión arterial se le dispara al referir alguna hazaña de la biografía o un pasaje de cualquiera de las obras de este teutón a menudo tan latino, y casi siempre acaba rubricando su discurso con un manotazo sobre la mesa, que resuena en los altos techos de su taller y en el acero de sus esculturas. Sin embargo, cuando aplica su capacidad artística sobre este personaje, suaviza los modos hasta una elegancia exquisita. Éste es el gran asunto de Alfaro: su destreza para transformar la vehemencia de sus convicciones y percepciones en unas realizaciones sencillas y simples que inspiran gran serenidad. También Goethe tuvo esta preocupación por el trabajo bien hecho, y esa misma serenidad madura, que quizá le insufló Charlotte von Stein tras una intensa vida. A menudo el arte es también una transición entre la furia torrencial y el mar planchado. Y ahí empieza un esplendor en el que sólo es cierto lo simple. Al final de casi todo, a Goethe apenas le interesaba otra cosa (exceptuando las mujeres, claro) que no fuesen las plantas, las piedras o los genes. Lo mismo que Humbolt, que terminó sus días siendo un notable especialista en guano. En ese momento, que gobierna el instinto de limpieza, es cuando uno se gana el derecho de pasar inadvertido entre el resto de los mortales, porque deja de ser imprescindible. Estos son los cimientos del antiheroismo y del antipatriotismo que hubo en Goethe y que están en Alfaro. Y en las obras que Alfaro ha dibujado y esculpido en homenaje a Goethe, que, desde el mes de marzo y hasta septiembre, son objeto de cuatro exposiciones en Roma, Francfort, Weimar y Colonia.

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