Tribuna:

LA CRÓNICA El baobab del zoo XAVIER MORET

"Dibújame un baobab", le dice el protagonista de El principito al aviador. Y éste, claro, se lo dibuja. Pero la verdad es que no es tan fácil dibujar un baobab. En primer lugar, porque es un árbol muy grande, exagerado, con unas ramas muy finas, como desproporcionadas. Puede alcanzar los 20 metros de altura, con un tronco de 15 de diámetro. Crece sobre todo en las sabanas de África, su madera es muy ligera y la corteza se suele utilizar para preparar tisanas. El segundo problema que plantea dibujar un baobab es que este tipo de árbol no abunda en Europa. En Barcelona, por suerte, hay uno. Es f...

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"Dibújame un baobab", le dice el protagonista de El principito al aviador. Y éste, claro, se lo dibuja. Pero la verdad es que no es tan fácil dibujar un baobab. En primer lugar, porque es un árbol muy grande, exagerado, con unas ramas muy finas, como desproporcionadas. Puede alcanzar los 20 metros de altura, con un tronco de 15 de diámetro. Crece sobre todo en las sabanas de África, su madera es muy ligera y la corteza se suele utilizar para preparar tisanas. El segundo problema que plantea dibujar un baobab es que este tipo de árbol no abunda en Europa. En Barcelona, por suerte, hay uno. Es falso, pero da el pego. La primera vez que vi el baobab de Barcelona fue hace unos meses. Circulaba por el cruce de la avenida de Icària con Wellington y, por encima de la tapia del zoo, vi asomar el tronco inconfundible de un baobab. Enorme, majestuoso, con una corteza curtida como la piel de un elefante. Paré el coche y me quedé mirando el baobab durante un buen rato. ¿Qué hacía un baobab en Barcelona? El último baobab que recordaba haber visto estaba en Tanzania, con un elefante reglamentario al lado y con el Kilimanjaro al fondo. O sea, el decorado ideal para la portada de un libro de Hemingway. Había por tanto algo que no encajaba en el baobab de Barcelona. Días más tarde, un encuentro casual con Eulàlia Bohigas, que trabaja como bióloga del zoo, me ayudó a aclarar el tema. "El baobab es falso", me dijo. "Lo construyeron hace unos años para acoger en su interior una muestra de la fauna de Madagascar". Vaya, que había truco. Éste podía haber sido el fin de mi interés por el árbol, pero cuando al cabo de unos días pasé de nuevo junto al zoo, el baobab me impresionó de nuevo. Volvía a dar el pego. Llamé a Eulàlia Bohigas y quedamos en que un día me llevaría a visitarlo. "Hasta podrás entrar en él", me dijo, "porque está hueco". Dios mío, entrar en un baobab... Sonaba a profanación, a realidad virtual, pero había que probarlo. Eulàlia Bohigas se ocupa en el zoo de la vegetación. Antes los animales vivían en hábitats tipo plaza dura, con una decoración de cemento, hierros retorcidos y troncos de árboles muertos. Desde hace cosa de un año, sin embargo, están creciendo plantas por todas partes. Eulàlia Bohigas se ha inventado, por ejemplo, una "sabana de bolsillo" para los licaones, les ha puesto ficus de todos los tamaños a los cocodrilos y ha dado con una planta que los gorilas no se comen. En ocasiones, cuando ha construido un ambiente ajardinado que le gusta en especial, hasta le sabe mal que suelten en él animales que lo ponen todo perdido. Pero, claro, un zoo sin animales sería como una biblioteca sin libros. Cuando llegó el día acordado para visitar el baobab, hubo de entrada un malentendido con Joan Guerrero, el fotógrafo. Ambos estábamos en el zoo, pero no lográbamos coincidir. Por medio de un walkie- talkie, Eulàlia Bohigas dio las coordenadas precisas. "Estamos en Madagascar", informó. "Pues el fotógrafo está con los felinos", le respondieron. Son cosas del zoo: en cuanto te despistas, te largan a Madagascar o a territorio felino. O con los lobos, los licaones, los cocodrilos o los gorilas. En fin, que el viajero en reposo siempre puede curar su nostalgia poniéndose un salacot, vistiendo una camisa de Coronel Tapioca y dándose un garbeo por el zoo. El interior oficial del baobab es un mundo aparte: tiene hasta clima propio, muy al estilo Madagascar: caluroso y húmedo. En la oscuridad se ven lémures, iguanas, culebras y toda clase de animales extraños. La vegetación es de plástico, pero da una vez más el pego. A través de una falsa puerta espejo, que se confunde con la falsa vegetación, Eulàlia Bohigas nos guió a la parte trasera. Allí están las jaulas de los lémures y los driles, pero la verdad es que huele a tigre. Subimos por una escalera de mano hasta el tejado y, ¡hop!, allí estaba el gran baobab. La verdad es que, visto desde el recinto del zoo, el árbol no impresiona demasiado, pero desde el tejado, como desde la calle, se presenta majestuoso como un auténtico baobab africano. Bueno, como un baobab auténticamente falso. A través de una trampilla, pudimos penetrar en su estructura: una torre metálica, como las de alta tensión, recubierta de fibra de vidrio y de cemento. Vista de lejos la corteza puede parecer de verdad, pero de cerca se ve en seguida que es mejor no hacerse una tisana con ella. Salvador Filella, un hombre que tiene el zoo en la memoria, explica los datos fundamentales: el baobab mide 12,30 metros, fue construido en 1992 por Enrique Alarcón, que se dedica a construir decorados para el cine, y por el Museo de Cera. O sea que el baobab es obra de dos especialistas de lo falso. "La parte superior es la copa de un plátano muerto", añade Filella, "y las gaviotas se paran a menudo en sus ramas". En fin, aunque sea falso, si a los pájaros les vale, no es raro que más de uno lo considere auténtico. Barcelona, entre otras muchas cosas, también tiene un baobab. Falso, pero con un encanto africano.

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