Tribuna:

La discusión sobre Kosovo

Cada país tiene su propia discusión sobre esta guerra. Típicamente, el argumento que domina la discusión británica parecen ser los estadistas del siglo XIX. En un artículo titulado "Pongan fin a esta guerra liberal", el semanario conservador más antiguo, The Spectator, alega que deberíamos sustituir a Gladstone por Bismarck, o al menos por Disraeli. "Se ha menospreciado el interés nacional", indica, a favor de un impreciso compromiso con la causa de la "humanidad en general". En un comentario incluido en The Times, titulado "Liberales sangrientos", el anterior director de ese per...

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Cada país tiene su propia discusión sobre esta guerra. Típicamente, el argumento que domina la discusión británica parecen ser los estadistas del siglo XIX. En un artículo titulado "Pongan fin a esta guerra liberal", el semanario conservador más antiguo, The Spectator, alega que deberíamos sustituir a Gladstone por Bismarck, o al menos por Disraeli. "Se ha menospreciado el interés nacional", indica, a favor de un impreciso compromiso con la causa de la "humanidad en general". En un comentario incluido en The Times, titulado "Liberales sangrientos", el anterior director de ese periódico, Simon Jenkins, comienza también con el gran primer ministro liberal del siglo XIX, William Ewart Gladstone, y continúa denunciando a los modernos "imperialistas liberales", quienes, según su opinión, se distinguen por un "incansable recurso a la fuerza, especialmente la fuerza aérea". Es, dice, "como si anhelasen desatar su agresividad reprimida contra los pecados del mundo". En resumen, la lucha a medias, sentimental, romántica, moralista, hipócrita y neogladstoniana por alcanzar los valores liberales nos ha llevado a este lío, mientras que sólo una valoración fría y terca, al estilo de Disraeli o de Bismarck, de los intereses nacionales nos puede devolver a nosotros (aunque difícilmente a los kosovares) al valle de la paz y la razón. Quiero romper una lanza a favor del neogladstonismo. Pero comencemos por reconocer tres cosas. En primer lugar, lo curioso de esta guerra es que sus mayores defensores están en la izquierda, y sus más acérrimos detractores, en la derecha. Segundo, que parte de la retórica oficial, bien sea la de Tony Blair o Bill Clinton o bien la del portavoz de la OTAN, Jamie Shea, ha sido bastante desmesurada. Tercero, y lo más importante, que un mes después de empezada la guerra, vemos que la OTAN la comenzó con un desastroso error de cálculo sobre la reacción de Milosevic frente a una ofensiva aérea. Sus soldados habían dejado sin hogar a casi 250.000 albanokosovares en el año anterior al comienzo del bombardeo, y desde entonces han expulsado quizá al triple de ese número. Es el regalo que se hace la OTAN a sí misma en su quincuagésimo aniversario.

Sin embargo, ese trágico error no es en absoluto una consecuencia del punto de vista liberal sobre cómo se debe actuar en el mundo. Sí, es cierto que los liberales Clinton y Blair juzgaron mal al dictador Milosevic. Pero el conservador Neville Chamberlain juzgó mal a Hitler, el conservador Churchill pensó que había hecho un pacto con Stalin y el gaullista Jacques Chirac admiraba al pragmático modernizador Sadam Husein. Subestimar la perfidia de los dictadores es el error común de los políticos democráticos. Y el error estratégico no fue la decisión de amenazar con el uso de la fuerza. El error fue comenzar el bombardeo sin haber preparado tropas de tierra para hacer que la amenaza les resultara verdaderamente creíble a Milosevic y a sus generales. La ironía en este asunto es que si hubiésemos preparado las tropas de tierra quizá no hubiésemos tenido que utilizarlas en combate; como no las preparamos, es posible que tengamos que utilizarlas. Así que el problema no fue el exceso de disposición liberal para intervenir, sino la falta de ella.

¡Gladstone, si tú hubieras vivido en esta hora! Lo que Gladstone promovió, no sólo en la política británica, sino en la de toda Europa, fue un modelo que intentaba unir los valores liberales con el ilimitado interés propio de los países. Predicó (y predicar es una palabra muy adecuada, tanto para él como para Tony Blair) una filosofía de lo que yo denomino orden liberal. Se adelantó a su tiempo. De hecho, esta filosofía sólo fue aceptada como principio (aunque a menudo transgredida en la práctica) por los principales países occidentales después de 1945, y mucho más después del fin de la guerra fría.

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Este modelo todavía acepta como verdadero fundamento del orden internacional el principio de no intervención en los asuntos de los Estados soberanos. Pero matiza esto diciendo que lo que los gobernantes hacen a sus propios ciudadanos no es exclusivamente asunto suyo y hay unas cuantas cosas extremas que es posible que hagan -como matar, maltratar o expulsar a grandes números de esos ciudadanos- que en principio justifican la intervención de la comunidad internacional para impedirlo, o al menos para castigar con posterioridad a los ofensores. Ésta es la filosofía que respalda los vínculos entre el comercio y el respeto por los derechos humanos, las actividades de supervisión de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa y las del Tribunal Internacional para crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Es lo que Tony Blair intenta explicar con un estilo más bien evangélico.

"¡Patrañas!", gritan los críticos de la terca derecha realista, y algunos de extrema izquierda. "Si ésos son vuestros principios, ¿por qué no bombardeasteis a los asesinos de Ruanda o de Timor Oriental? ¿O por qué no habéis intervenido para defender a los kurdos contra nuestro aliado de la OTAN Turquía?". Bueno, es cierto que existen raseros dobles, incluso múltiples. Y también es obviamente cierto que no podemos intervenir en todas partes. El hecho de que yo no impida un asesinato en Brooklyn no quiere decir que no deba intentar evitar otro en la calle de al lado. Los deberes están relacionados con la distancia: mayores cuanto más cercanos.

Después viene el argumento de que deberíamos actuar en Kosovo porque está "en Europa". Es un argumento que hay que manejar con cuidado. Lo que queremos decir con esto no es en absoluto que las vidas de los blancos europeos sean intrínsecamente más valiosas que las de los negros africanos. Lo que estamos diciendo es que están más cerca de nosotros, y que formamos parte de instituciones europeas que gozan de capacidad para actuar en esas partes y se ven directamente afectadas por lo que allí sucede. Aquí el argumento moral se cruza con el político sobre los intereses.

Los no intervencionistas nos dicen que no logran entender en qué se pueden ver involucrados los intereses británicos. Pero eso es un error de apreciación. Ya que estamos hablando de primeros ministros muertos, están cometiendo el mismo error que Neville Chamberlain al creer que algo que sucede en países tan lejanos de los que poco sabemos no nos va a afectar también finalmente a nosotros. Simon Jenkins, por ejemplo, ha defendido constantemente una política de no intervención en la antigua Yugoslavia. Respeto su constancia; pero es un peligroso error creer que Europa Occidental podría haber dejado que el conflicto se resolviera por sí solo. No, lo que estos críticos nos obligan a plantearnos no es la locura del intervencionismo liberal, sino la locura de las medidas a medias. Lo que llevamos necesitando todo este tiempo, durante toda la década transcurrida desde el fin de la guerra fría, es un poco de esfuerzo sistemático, de realismo neogladstoniano, para crear un orden liberal para toda Europa. Esto habría requerido, y requiere todavía, un compromiso polifacético -económico, político, diplomático, gubernamental y no gubernamental- para toda una región. En dicha política, la peligrosa paradoja de la guerra humanitaria constituye sólo el último recurso, el último elemento disuasorio. Pero tiene que ser una disuasión creíble, algo que evidentemente no han sido nuestras bombas. Tal compromiso polifacético requiere también un compromiso desde múltiples puntos. Cuando se va a hacer caso omiso del principio de no intervención en los asuntos de los Estados soberanos es esencial que se involucre la mayor cantidad de países posible. De otra forma, cualquier país podría bombardear a otro en nombre de la humanidad. Gladstone previó también este imperativo de multilateralismo instando a la "Europa unida" a protestar contra la brutalidad turca. (Irónicamente, los serbios estaban entre los pueblos a los que él defendía.) El problema más difícil para los internacionalistas liberales a la hora de apoyar una actuación más decisiva en Kosovo, incluidas las tropas de tierra, las únicas que pueden impedir la limpieza étnica, puede que no sea la acusación de utilizar un doble rasero, ni la de dejar de lado los intereses -porque sí hay intereses a largo plazo-, sino esta cuestión de la autorización. Y, sin embargo, a estas alturas, después de poner la credibilidad de la OTAN en entredicho, después de haber precipitado el desastre humanitario, no podemos permitir que Rusia vete cualquier actuación posterior. Para mantener el apoyo popular a dicha actuación tenemos a nuestros modernos Gladstones, Clinton y Blair, haciéndose eco de la magnífica alocución del Gran Hombre sobre las atrocidades otomanas, que constituían una afrenta contra "las leyes de Dios o, si ustedes lo prefieren, de Alá; contra la concepción moral de la humanidad en general". Bien, ¿es o no es lo que el Ejército serbio ha hecho a los albanokosovares una afrenta de este tipo? Dejemos que los conservadores críticos de la guerra apoyen a Bismarck en este tema; yo apoyaré a Gladstone.

Timothy Garton Ash es escritor y periodista británico.

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