Tribuna:

El túnel de la guerra

No es la primera vez que esto sucede en la historia reciente de los conflictos internacionales. Sobre el tapete de la mesa de juego no se enfrentan dos jugadores de modo que la pérdida de uno se convierte en ganancia para el otro, sino que, una vez fijadas las condiciones por aquel que tomó la iniciativa, el segundo jugador tiene ante sí un reducido abanico de opciones, con la triste seguridad de que, cualquiera que sea su elección, el resultado será desfavorable. Es, pues, un juego de suma negativa. La política adoptada por Milosevic en Kosovo condicionaba en dicho sentido la actuación de las...

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No es la primera vez que esto sucede en la historia reciente de los conflictos internacionales. Sobre el tapete de la mesa de juego no se enfrentan dos jugadores de modo que la pérdida de uno se convierte en ganancia para el otro, sino que, una vez fijadas las condiciones por aquel que tomó la iniciativa, el segundo jugador tiene ante sí un reducido abanico de opciones, con la triste seguridad de que, cualquiera que sea su elección, el resultado será desfavorable. Es, pues, un juego de suma negativa. La política adoptada por Milosevic en Kosovo condicionaba en dicho sentido la actuación de las potencias occidentales. El mantenimiento de la paz implicaba un abandono de los kosovares a la suerte que les fijase el gobernante serbio, ciñéndose a una actitud de condena moral y de sanciones de dudosa eficacia ante el agresor, con ayuda humanitaria a las víctimas que lograsen escapar de la limpieza étnica. Hacia la otra vertiente, elegir el camino de la intervención equivalía a poner en práctica un supuesto derecho de injerencia sobre un Estado soberano, apoyándose en bases jurídicas muy frágiles, y con el riesgo de provocar con la acción militar males mayores, tanto para las gentes de Kosovo, blanco de una venganza fácil por parte serbia, como para la propia población yugoslava, a la que no cabe considerar responsable de las acciones (criminales, añado) de su presidente. Por algo el jefe de la delegación serbia en Rambouillet abandonó la reunión muy satisfecho a pesar de la condena recibida. "¿Qué será, será?", dijo con gesto altanero mirando a las cámaras. Tocaba jugar a Occidente, y en condiciones bien difíciles: hiciera lo que hiciera, el resultado sería desfavorable, por comparación con el buscado acuerdo de paz. Como es sabido, eligió el camino de la intervención militar. De entrada, y en lo que toca a sus dos cabezas más visibles, Bill Clinton y Javier Solana, lo hizo con unos niveles de torpeza y ambigüedad difícilmente explicables. Sin duda, ninguno de los dos políticos ha leído los Recuerdos, donde el escritor florentino Francesco Guicciardini, contemporáneo de Maquiavelo, elogiaba la inteligencia del rey Fernando de Aragón por su capacidad para explicar previamente los conflictos que pensaba afrontar, de modo que sus súbditos, al llegar el momento de su resolución, tuviesen ya previamente asumida ésta y la considerasen como algo natural y necesario. El bombardeo sistemático de un país como Serbia requería una exposición previa, que podía, además, permitirse el lujo de ser plenamente objetiva, sobre lo que fue la política de Milosevic en Bosnia, primero, y en Kosovo más tarde. Y exigía, además, una fijación clara de los objetivos, así como una renuncia a toda actitud inicial triunfalista, de modo que pudiera ser entendido que los protagonistas de la guerra eran democracias y no simplemente grandes potencias. Resultaba preciso también dejar claro que los riesgos, de costes indirectos (tan graves como la aceleración de la limpieza étnica) o de daños para la población yugoslava, eran de esta o aquella magnitud. Un discurso como el empleado recurrentemente por Solana -esto tenía que hacerse, se está haciendo bien, con pésames para las víctimas involuntarias, y luego saldrá bien- puede ser aceptable para una promoción de electrodomésticos, pero resulta incluso ofensivo si el destinatario es una sociedad democrática que de un modo u otro se halla envuelta en algo tan grave como una guerra. Las bombas inteligentes, si por desgracia han de ser utilizadas, deben estar sometidas a pensamientos y palabras que también lo sean (por ejemplo, los de la propuesta alemana, rápidamente dejada de lado).

Otro tanto ha ocurrido en el campo del derecho internacional. Desde 1945 se ha avanzado laboriosamente por la senda que lleva al castigo de quienes cometen crímenes contra la humanidad o violan gravemente los derechos humanos. El reciente episodio de la solicitud de extradición de Pinochet es la última muestra de ello, y también puede servir de ejemplo. El juez Garzón utilizó todos los recursos jurídicos a su alcance para poner en marcha el procesamiento ejemplar del dictador chileno; no organizó un comando que lo raptase para traerlo a España. En el caso que nos ocupa, la acción de la OTAN tenía que pasar previamente por el filtro de la ONU, aun a sabiendas de que el veto ruso ponía en peligro, no ya la intervención militar, sino cualquier sanción eficaz. Pero si el apoyo era claramente mayoritario, como sugiere la votación de doce votos contra tres en el Consejo sobre la detención de los bombardeos, la violación de las reglas internacionales revestiría una significación menor (y de paso, Rusia hubiese tenido que descubrir su juego o asociarse, incidiendo sobre él, al veredicto de condena y sanciones a que hubiera podido llegarse). El hecho de haber prescindido de la ONU, aunque se busque ahora una asociación complaciente con su secretario general, sitúa la intervención en ese terreno extrajurídico que acude como clavo ardiendo al derecho de injerencia para justificar lo que por otra vía era justificable. No hay que olvidar que ya en el juicio de Núrenberg la definición de genocidio conduce a la idea de una responsabilidad de la comunidad internacional, dirigida a sancionar eficazmente a quienes de un modo u otro promuevan ese tipo de política, basada en una lógica de exterminio, sea de colectivos políticos, grupos étnicos o minorías nacionales.

Porque lo que resulta innegable es el carácter criminal de la política llevada a cabo por Milosevic sobre las demás nacionalidades de la antigua Yugoslavia, en reacción a la crisis de desmembramiento que sufrió el Estado balcánico, crisis causada en buena medida por su pretensión de mantener a toda costa la hegemonía serbia. No es casual que su primera acción política de relieve fuera en 1989 la supresión de la situación jurídica de que gozaba la región autónoma de Kosovo, de acuerdo con la Constitución de 1974. A partir de ese momento, la represión ejercida desde Belgrado sobre los kosovares coloca al Gobierno de Milosevic en la más estricta ilegalidad, desde el punto de vista del derecho público. Y no hizo falta esperar a que la OTAN interviniera militarmente para que en los últimos meses se desarrollase una limpieza étnica, dicho de otro modo, para que se pusiese en acción una estrategia de genocidio, con la destrucción masiva de pueblos y casas, de un lado, con unos trescientos mil kosovares afectados, y los crímenes contra la población civil. Ciertamente, hay otros casos muy graves de violación de derechos humanos, dentro y fuera de Europa, con los palestinos y los kurdos como víctimas principales, pero la política de genocidio de Kosovo, que cuenta, además, con un antecedente tan claro para quien quiera ver como lo ocurrido en Bosnia, dispone de ese rasgo diferencial de la voluntad de exterminio. Lógicamente, los supervivientes del ideario comunista tradicional, con o sin carnet, siguen tapando esta lente de su sistema de visión y apuntando sólo contra los bombardeos: es lo suyo, desde los orígenes. Pero en cualquier forma, no es este punto el débil de la intervención, que, por el contrario, legitimaría actuaciones mucho más decididas contra las citadas violaciones. Volviendo la oración por pasiva, si Europa consiente el exterminio del pueblo kosovar, es obvio que nada tiene que hacer en el futuro respecto a los demás casos mencionados.

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Tampoco debe haber espacio para la huida hacia adelante. Tal y como ha explicado Felipe González en estas páginas, la personalidad siniestra de Milosevic ofrece en sí misma nulas garantías de cara al cumplimiento futuro de eventuales acuerdos políticos o de protección sobre Kosovo. Pero habrá que esperar a un eventual viaje suyo como turista a Londres para enjuiciarle por sus crímenes. De momento cuenta con el respaldo del pueblo serbio y cualquier alternativa pasa por una invasión terrestre de Yugoslavia de incalculables costes y consecuencias. Parece no existir otra salida que soportar al insoportable y garantizar el cumplimiento de los acuerdos de Rambouillet, con su previsión protectora de la minoría serbia en un Kosovo repoblado y con un autogobierno que no llegue al nivel de Estado soberano (por lo demás, escasamente viable). Una vez lanzada la intervención, suspenderla carece de sentido, pues no va a legitimarse la limpieza étnica desarrollada por Milosevic a favor de la misma. Pero sin soñar con ulteriores hazañas bélicas, aunque eso limite drásticamente los resultados políticos, y pensando al modo alemán en imaginar medios para llegar cuanto antes a la paz.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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