Tribuna:

Las palabras

JUVENAL SOTO Hace ahora cuatro décadas yo era un niño de cinco años conducido cada día por su padre a un caserón poblado por seres tristes, siempre vestidos de negro. También cinco años hubieron de pasar hasta que mi padre me trasladara de colegio: otro caserón, más grande y tétrico que el anterior, en el que más seres vestidos de negro me hablaban de Dios y de Julio César, de Viriato y del caudillo de entonces, de ríos prodigiosos que desembocaban en las marismas del sur de España y de malos españoles que quemaron la imagen de un niño extranjero llamado Estanislao de Koska. La bandera de lo...

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JUVENAL SOTO Hace ahora cuatro décadas yo era un niño de cinco años conducido cada día por su padre a un caserón poblado por seres tristes, siempre vestidos de negro. También cinco años hubieron de pasar hasta que mi padre me trasladara de colegio: otro caserón, más grande y tétrico que el anterior, en el que más seres vestidos de negro me hablaban de Dios y de Julio César, de Viriato y del caudillo de entonces, de ríos prodigiosos que desembocaban en las marismas del sur de España y de malos españoles que quemaron la imagen de un niño extranjero llamado Estanislao de Koska. La bandera de lo que ellos me dijeron que era mi patria tenía, por entonces, un pájaro aterrador en mitad del amarillo al que aquellos hombres de negro se referían llamándolo "gualda". Mucho tiempo después, ya casi a punto de abandonar la facultad de Derecho, supe que ese niño que pasó su bachillerato entre Maristas y Jesuitas tenía otra patria más y otra bandera nueva, verde, blanca y verde. Esta vez, la figura de Hércules y las de dos leones amenazantes manchaban el blanco entre verdes del trapo de mi patria recién estrenada. Sin embargo, para esa fecha ya sabía yo que mi patria eran las palabras. Alguien me insiste desde la memoria: "La verdadera patria del hombre es la infancia". Pero yo recuerdo a un niño que, de la mano de su padre, todas las mañanas recorría el camino de la tristeza hasta llegar al caserón desolado de los seres vestidos de negro. Allí me aguardaban otros niños que tampoco podían gritar, ni reír ni ser felices, y un hombre clavado en dos palos con forma de cruz me obligaba a contarle cosas a un padre nuestro que no era mi padre, el que me había dejado, un par de horas antes, en mi destino de niño de colegio de curas. Mi patria era entonces mi casa, la merienda de hijo único en un jardín de Pedregalejo, mi perra Gina, cuatro amigos que todavía recuerdo. Cuando estudié derecho constitucional, quienes se empeñaban en que mi patria tenía una bandera roja, gualda y roja, se oponían a que una constitución diese alguna validez a ese trapo bicolor. Un Fuero de los Españoles era la infamia que debíamos aprender los estudiantes de una disciplina que situaba en las constituciones la legalidad de los países del mundo "civilizado". Cuando supe que mi patria ni era mi infancia con los curas ni aquel carajo del Fuero, me hablaron de la nación andaluza, de una patria llamada Andalucía que precisaba un estatuto para ser tal. No una constitución, tampoco un fuero; esta vez sería un estatuto el papel escrito con el que se dignificaba mi patria. Dos libros de versos escritos por mí me dijeron que las palabras eran mi única patria, porque las mujeres y los hombres a los que yo había enviado mis libros me contestaban desde América y desde Logroño contándome que me entendían, que compartían conmigo algunas soledades y algunos desaciertos. Sin bandera ni constitución, las palabras construyeron mi patria.

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