Tribuna:

El legado "liberal-liberal" de Clinton

El balance de la presidencia de Bill Clinton está determinado por el hecho de que, por primera vez en la memoria de los norteamericanos vivos, un presidente demócrata ha tenido que convivir con un Congreso con mayoría republicana. Desde los años treinta, se habían producido dos situaciones alternativas: bien un presidente demócrata gozaba de mayoría en el Congreso, con Roosevelt, Truman (la mayor parte del tiempo), Kennedy, Johnson y Carter, bien un presidente republicano convivía con una mayoría demócrata en el Congreso, con Eisenhower (la mayor parte del tiempo), Nixon, Ford, Reagan y Bush. ...

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El balance de la presidencia de Bill Clinton está determinado por el hecho de que, por primera vez en la memoria de los norteamericanos vivos, un presidente demócrata ha tenido que convivir con un Congreso con mayoría republicana. Desde los años treinta, se habían producido dos situaciones alternativas: bien un presidente demócrata gozaba de mayoría en el Congreso, con Roosevelt, Truman (la mayor parte del tiempo), Kennedy, Johnson y Carter, bien un presidente republicano convivía con una mayoría demócrata en el Congreso, con Eisenhower (la mayor parte del tiempo), Nixon, Ford, Reagan y Bush. En la segunda situación de gobierno dividido, un presidente republicano podía reunir apoyos mayoritarios en el Congreso gracias a la poca disciplina partidaria de los representantes y senadores demócratas, sobre todo por las diferencias entre liberales del Norte y conservadores del Sur, la abundancia de decisiones sobre intereses locales y los intercambios de favores en distintos temas.La presidencia de Bill Clinton creó una situación nueva. Clinton (que fue elegido por primera vez en 1992 con una minoría de votos populares) ha carecido de mayoría en las dos cámaras del Congreso desde 1994. En un sistema con sólo dos partidos, y en la medida que el Partido Republicano es más compacto que el Demócrata, esta nueva situación de gobierno dividido sólo permitía bien la unanimidad bipartidista bien el conflicto interpartidario e interinstitucional.

Clinton ha conseguido importantes acuerdos bipartidistas mediante la adopción de políticas del programa republicano. En política económica, Clinton ha promovido el libre comercio internacional (pese a las resistencias en su propio partido, en particular entre los sindicatos temerosos de la competencia de los trabajadores extranjeros); tras el enfrentamiento con los republicanos que llevó a un simbólico cierre del Gobierno en 1995, ha conseguido la aprobación de una serie de presupuestos equilibrados, y ha suprimido los subsidios públicos (welfare) a los parados que demuestran ser capaces de trabajar. El resultado es que Estados Unidos se encuentra en un periodo de prosperidad económica de una duración sin precedentes, con un nivel de empleo y un ritmo de crecimiento superiores a los de Europa y, desde luego, a los del otrora temido Japón, y con notable capacidad de neutralizar el impacto de crisis exteriores. Clinton ha obtenido también visibles éxitos en la política de seguridad, hasta el punto de que la tasa de crimen es la más baja en más de treinta años, así como en política exterior.

¿Qué podían hacer los republicanos ante tan afortunado clintonismo? Primero, clamar que el presidente les había robado su programa, como así han hecho sin cesar. Segundo, derrotar ciertas iniciativas presidenciales en política social, boicoteando la reforma sanitaria y obligando a Clinton a limitarse a gestos simbólicos en educación. Pero, tras la metamorfosis clintoniana, casi el único terreno que quedaba abierto a los republicanos para desarrollar una iniciativa diferenciada era el moral, es decir, la defensa de los valores familiares tradicionales, la cual se acabó convirtiendo caricaturescamente en un campo abonado para el escándalo sexual.

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Varios elementos institucionales explican el descarrío de la agenda pública hacia los pecadillos presidenciales desde enero de 1998. En primer lugar, la fiscalía especial, a la que se dotó de poderes ilimitados como reacción a los abusos de poder de Nixon durante el escándalo Watergate, pero que ahora todos consideran que fue un error de diseño institucional. Segundo, la rápida evolución de los medios de comunicación, encabezados por la televisión, hacia el entretenimiento más que la información.

Tercero, y muy destacadamente, la ausencia de liderazgo en el Partido Republicano. Ninguno de los ex presidentes republicanos supervivientes tiene capacidad de orientar al partido: Ford es considerado bastante marginal (ni siquiera fue elegido presidente), Reagan padece una enfermedad terminal, Bush permanece silencioso por respeto a las carreras políticas de sus hijos; el último candidato presidencial, Bob Dole, frecuenta la publicidad y ha aceptado colaborar con Clinton en algunas mediaciones internacionales; el líder de la Cámara de Representantes, Newt Gingrich, vaciló durante varios meses antes de dejarse arrastrar a la escandalera, pero fracasó en las elecciones al Congreso en noviembre y dimitió.

En todo este periodo, el Partido Republicano ha sido dirigido desde fuera por grupos como la Coalición Cristiana y los neoconservadores. Un par de revistillas con pocas páginas y escasa difusión fuera de Washington, como American Spectator y Weekly Standard, han señalado, semana a semana, la línea de actuación a los congresistas republicanos. Aparte de algunos conocidos predicadores y unos pocos multimillonarios resentidos, habría que destacar el papel desempeñado en este liderazgo por la familia Kristol (el padre, fllósofo fundador del neoconservadurismo; la madre, Gertrude Himmelfarb, respetable historiadora de los valores victorianos; el hijo, un propagandista incansable en los medios de comunicación). Ellos han producido la única teoría intelectualmente ambiciosa que ha apoyado la campaña contra Clinton: que los gobernantes deben ser elegidos entre las mejores personas en el aspecto moral y ser ejemplo y guía de conducta. Pero este enfoque elitista, en última instancia no democrático, ha chocado con la preferencia de la mayoría de los ciudadanos por distinguir las virtudes públicas de los vicios privados. En buena lógica liberal, no es de los políticos y funcionarios pagados por los ciudadanos de quienes cabe esperar una dirección moral, sino de la autonomía y la primacía de los propios individuos y las familias. Tras la absolución de Clinton, algunos políticos republicanos han llamado a olvidar el tema moral, aunque no han aclarado a qué otros temas no robados por Clinton podrían dar prioridad y tener éxito, mientras que otros intentan seguir con los escándalos combatiendo cual soldados japoneses tras el final de la Segunda Guerra Mundial.

Tradicionalmente, los demócratas eran intervencionistas en economía y liberales en moral, mientras que los republicanos eran liberales en economía e intervencionistas en moral. Estas combinaciones programáticas permitían que cada uno de los dos partidos encontrara apoyo en una coalición de votantes con motivos variados. Pero el paquete liberal-liberal de Clinton corresponde a las preferencias de una mayoría de los ciudadanos en las dos dimensiones, económica y moral, y tiene trazas de convertirse en un fructuoso legado que el vicepresidente Al Gore y los congresistas demócratas tendrán oportunidad de convertir en nuevas victorias electorales. Pese a las apariencias mediáticas, el legado político de Bill Clinton puede durar.

Josep M. Colomer es profesor visitante de Ciencia Política en la Universidad de Georgetown, en Washington.

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