Editorial:

Negros presagios

LOS MINEROS del carbón rumanos han vuelto en masa a su valle de Jiu, cumplido su doble objetivo: el confesado -obtener un 30% más de salario y bloquear el cierre de pozos ruinosos cuyo mantenimiento, entre otras reliquias comunistas, desangra las magras arcas de uno de los países más pobres de Europa- y el inconfesable -asestar un golpe tal vez definitivo al bienintencionado y cada vez más debilitado presidente Emil Constantinescu y a su coalición gobernante, una tambaleante alianza multipartidista de la derecha moderada que ganó frente a los comunistas irredentos de Ion Iliescu las elecciones...

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LOS MINEROS del carbón rumanos han vuelto en masa a su valle de Jiu, cumplido su doble objetivo: el confesado -obtener un 30% más de salario y bloquear el cierre de pozos ruinosos cuyo mantenimiento, entre otras reliquias comunistas, desangra las magras arcas de uno de los países más pobres de Europa- y el inconfesable -asestar un golpe tal vez definitivo al bienintencionado y cada vez más debilitado presidente Emil Constantinescu y a su coalición gobernante, una tambaleante alianza multipartidista de la derecha moderada que ganó frente a los comunistas irredentos de Ion Iliescu las elecciones de 1996-. El presidente declaraba el viernes que la frágil democracia rumana se vería comprometida si el Gobierno se plegaba a las exigencias de los huelguistas que marchaban sobre Bucarest. Es lo que hizo ese mismo día su primer ministro, plegarse, tras entrevistarse durante cuatro horas con el jefe de los huelguistas, Miron Cozma.Desde los tiempos del dictador Ceausescu, los mineros han sido una aristocracia obrera que gana de promedio más del doble de las 15.000 pesetas mensuales que se llevan al bolsillo otros trabajadores. Los Gobiernos rumanos tienen buenos motivos para temer a los hombres de Cozma cuando se agitan, porque antes y ahora han venido siendo utilizados como tropas de asalto por sus jefes políticos. Los habitantes de la capital todavía recuerdan aterrorizados sus descensos vandálicos sobre Bucarest, a comienzos de los noventa, llamados por Iliescu para ajustar las cuentas a la oposición democrática. Cozma, el hombre que ha doblegado a Constantinescu y a su Gobierno -y al que algunos campesinos vitoreaban como presidente esta semana durante su marcha semimilitar-, es mucho más que un carismático líder sindical: es un estrecho aliado de Corneliu Vadim Tudor, jefe del partido xenófobo y ultranacionalista Gran Rumania, por el que Cozma se presentó sin éxito al Senado en 1996. Tudor ha cuadruplicado su escasa popularidad en los últimos meses, al viento del imparable deterioro económico rumano. Aliado reciente del jefe opositor Ion Iliescu, este personaje híbrido de comunismo y fascismo proclamaba, mientras Cozma y los suyos marchaban, "la caída inminente del régimen mafioso del presidente Constantinescu".

Más allá de su profunda condición desestabilizadora, la marcha minera acentúa la desesperada situación rumana. Dejado de lado por la OTAN y la Unión Europea, el país surbalcánico cayó económicamente el año pasado casi un 7%, y teme otro tanto en 1999. Constantinescu y sus Gobiernos débiles, de facciones enfrentadas y socavados por los ex comunistas que controlan todavía muchos de los hilos del poder y el dinero, han sido incapaces en dos años de hacer las reformas prometidas y proporcionar cierta prosperidad a los sufridos rumanos. Bucarest depende ahora del Fondo Monetario y del Banco Mundial para pagar 2.000 millones de dólares de deuda externa que vencen en junio. Si deja de hacerlo, la crisis financiera y social subsiguiente será terreno abonado para la caverna que representan los Cozma, Tudor o Iliescu.

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