Tribuna

Europoder

En los mercados financieros los éxitos previsibles suelen descontarse por anticipado, de modo tal que sólo cotizan al alza desde el momento en que se anuncian hasta que finalmente suceden, pues en cuanto el hecho en efecto se produce, los operadores que apostaron por adelantado comienzan a recoger beneficios, devaluándose a partir de entonces el resultado de la operación. Pues bien, desmintiendo esta ley económica, el euro podría llegar a tener más éxito después que antes de su anunciada institucionalización. Y esto cabría interpretarlo como una prueba de que su verdadera naturaleza no es tant...

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En los mercados financieros los éxitos previsibles suelen descontarse por anticipado, de modo tal que sólo cotizan al alza desde el momento en que se anuncian hasta que finalmente suceden, pues en cuanto el hecho en efecto se produce, los operadores que apostaron por adelantado comienzan a recoger beneficios, devaluándose a partir de entonces el resultado de la operación. Pues bien, desmintiendo esta ley económica, el euro podría llegar a tener más éxito después que antes de su anunciada institucionalización. Y esto cabría interpretarlo como una prueba de que su verdadera naturaleza no es tanto monetaria o financiera como política en última instancia, pues lo que está en juego en el fondo es el poder, y no el dinero como pueda parecer.Con rudo realismo político, el presidente Mao sostenía que el poder reside en la punta del fusil. Y es que, en efecto, desde hace quinientos años, el principal recurso político monopolizado por el Estado moderno ha sido el control territorial de la violencia legítima. Por eso, el poder de hacerse obedecer se cifraba en la capacidad de amenazar. Y esto sucedía tanto hacia el interior del Estado (cuya estructura de poder dependía de la correlación de fuerzas entre unas clases y otras según su capacidad de dañarse mutuamente) como hacia su exterior, donde la soberanía dependía de la posición relativa que se ocupaba en el sistema de Estados basado en el equilibrio militar. Pues bien, tras el fin de la guerra fría, esto ya no es así.

Ahora el poder ya no reside en la punta del fusil sino en el valor de la moneda. Por eso las potencias vencidas en 1945 pueden rivalizar hoy con sus vencedores sin rearme apreciable. Y allí donde Hitler fracasó en la conquista militar de Europa, ha triunfado Kohl (o Tietmeyer), logrando para el marco alemán la absorción de las vecinas monedas europeas. En consecuencia, la titularidad del poder coercitivo se desacredita y se desinstitucionaliza. Hoy los jefes de Gobierno pierden credibilidad como cabezas del Ejecutivo a marchas forzadas, según demuestra el ejemplo de Clinton, a quien ya no se perdonan licencias que a sus antecesores intocables como Kennedy se les toleraban por temor al desprestigio que sufriría una Presidencia imprescindible para la guerra fría. Pero hoy a nadie le importa ya que Clinton arrastre por los suelos el crédito moral de la Casa Blanca. Y este desprestigio se produce aunque los gobernantes se embarquen en aventuras militares, como han hecho Clinton y Blair con la gentil aquiescencia de Aznar.

Por eso, el papel político que antaño desempeñaban los titulares del Ejecutivo lo ejercen hoy las autoridades monetarias, cuya jurisdicción es extraterritorial y ahora ya supraestatal. Cuando el poder residía en la punta del fusil, su ámbito de aplicación estaba reducido al alcance del arma. Pero cuando el poder se cifra en el valor de la moneda, su competencia es potencialmente ilimitada y universal, dependiendo tan sólo de la confianza depositada en su estabilidad. Se advertirá, pues, que tanto en un caso como en el otro, el poder reside en el crédito que merezcan sus promesas. Pero mientras el poder coercitivo se fundaba en la credibilidad de sus amenazas de tomar represalias, el poder monetario se basa en la confianza de que cumplirá íntegramente sus expectativas de generar beneficios. Así se verifica por primera vez en la historia la intuición de Marx (inadecuada cuando la formuló) que sitúa el poder político al servicio de los intereses económicos, cumpliéndose la utopía civilizatoria alumbrada por el capitalismo que Hirschman narró en su ensayo Las pasiones y los intereses.

La moraleja para uso de nacionalistas resulta evidente. Un poder que aspira a edificarse sobre la base del temor que inspiran sus amenazas, como es el vasco, está condenado por la historia a decaer o desaparecer. En cambio, un poder que promete generar expectativas de beneficios compartidos, como es el catalán, parece predestinado a madurar y crecer. En todo caso, tratándose del crédito que hayan de merecernos, sólo el futuro demostrará el alcance de su poder.

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