Tribuna:

Gente disfrazada

Lo único que no existen en una ciudad grande son cosas imposibles. Sólo hace falta echarle un vistazo a los anuncios por palabras de los periódicos para comprobar que las opciones crecen proporcionalmente a los kilómetros cuadrados, hasta lograr que en un sitio como Madrid ya no queden ni problemas sin remedio ni deseos sin solución. Por el lado de los problemas, la lista de servicios incluye agencias matrimoniales, cerrajeros, videntes, planchadoras, astrólogos, detectives, guardamuebles, soldadores y hasta psicólogos. Por el de los deseos, las ofertas van de los atletas en tanga a las extrem...

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Lo único que no existen en una ciudad grande son cosas imposibles. Sólo hace falta echarle un vistazo a los anuncios por palabras de los periódicos para comprobar que las opciones crecen proporcionalmente a los kilómetros cuadrados, hasta lograr que en un sitio como Madrid ya no queden ni problemas sin remedio ni deseos sin solución. Por el lado de los problemas, la lista de servicios incluye agencias matrimoniales, cerrajeros, videntes, planchadoras, astrólogos, detectives, guardamuebles, soldadores y hasta psicólogos. Por el de los deseos, las ofertas van de los atletas en tanga a las extremeñas cachondas; los profesionales del sector incluyen en sus reclamos publicitarios disciplinas tan peculiares como el culturismo acrobático, las lavativas mutuas o el tridimensional lésbico y, en general, una gama de especialidades con nombres tan intimidantes o exóticos como éstos: dúplex, tailandés, lluvia, beso negro, masajes diplomáticos, griego, birmano, holístico, persa y glausiano, celta, turco-oriental, tai-negro y especial anaconda. Este último es, sin duda, el más difícil de prever y también el que produce más inquietud, quizá junto a otro, muy escueto, que se limita a preguntar: "¿Quieres ser mi alfombra?".Pero lo que no podía faltar, por muchas que sean las rarezas y novedades incorporadas al mercado, por mucho que las tradiciones se vean cada vez más arrinconadas por las técnicas de vanguardia, es el número clásico de los disfraces. Lo mismo que en una de las obras dramáticas más perturbadoras de Jean Genet, El balcón, cuya historia sucede en un burdel donde los clientes hacen realidad sus sueños inconfesables vestidos de obispo, juez, general o verdugo, también en algunos prostíbulos de nuestra ciudad se representan aún estas piezas teatrales privadas, se brinda la posibilidad de convertir cualquier antojo en algo posible. Una chica de diecinueve años propone ser "tu secretaria, tu enfermera o tu jefa" y otro grupo declara: "Tenemos distintos uniformes para jugar contigo: chacha, novia...". En realidad, el artificio del disfraz se usa continuamente, es un truco al que recurren una y otra vez quienes pretenden producirnos la ilusión de ser transportados, de encontrarnos en un mundo distinto al mundo real. La ciudad está llena de gente que se gana la vida con empleos de esa clase: porteros de hotel adornados como mariscales; camareros murcianos o conquenses o gallegos que sirven las mesas de los restaurantes japoneses o rusos o árabes con trajes de cosaco y gorros soviéticos de piel de oso; con quimonos, sandalias y moños orientales; con chilabas en los pies y un fez de color escarlata en la cabeza; o, en versión española, empleados de algunos establecimientos del casco antiguo ataviados como bandoleros, con camisas blancas y sombrero típico, faja roja en la cintura y trabuco al hombro.

Siempre me he preguntado qué se debe sentir cada mañana al ponerse un disfraz para ir al trabajo, al mirarse en el espejo mientras sucede la metamorfosis, mientras te transformas poco a poco en una fallera valenciana, en un gaucho o un samurai; qué se siente cada noche, al regresar a casa en tu automóvil o en un taxi, vestido de Yukio Mishima, de Emilio el Moro, de Luis Candelas. Es difícil imaginarlo, pero no lo es sentir una simpatía instintiva hacia todas estas personas que ganan su sueldo fingiendo ser otros, realizando día tras día su modesta función ante los ojos a veces maleducados, burlones o irrespetuosos del público.

O puede que ellos ya no se den cuenta; que se hayan vuelto estoicos o hayan descubierto por sus propios medios lo que reveló Woody Allen al pasar por aquí el lunes: "En esta vida, lo único que se aprende con el paso del tiempo es a recibir los mismos golpes, pero haciéndose menos daño". Gracias a todos ellos, a esas geishas falsas, bucaneros cambiados de siglo o, en esta época, a los hombres vestidos de Santa Claus y de Rey Mago, la ciudad es como un baile de máscaras, un túnel del tiempo en el que nosotros no tenemos por qué conformarnos con nuestro mundo real y nuestras propias vidas. Aquí todo es posible incluso estos seres bellos y extraños como ángeles que se han equivocado de cielo.

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