Tribuna:

Fatalismo ciudadanoXAVIER BRU DE SALA

Algo malo nos ocurre a los periodistas cuando el apoyo mediático a las justas reivindicaciones de los movilizados por el recibo del agua se limita a informar asépticamente de sus planteamientos. Que me disculpen las beneméritas excepciones, que sin duda habrá, pero en mi consumo casi compulsivo de medios de comunicación no he observado los reportajes, entrevistas y artículos de opinión que el tema sin duda se merece. Tal vez algunos pensarán que así contribuyen a evitar la anarquía y el caos social. En realidad, se está castigando la casi única respuesta ciudadana a los constantes abusos de la...

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Algo malo nos ocurre a los periodistas cuando el apoyo mediático a las justas reivindicaciones de los movilizados por el recibo del agua se limita a informar asépticamente de sus planteamientos. Que me disculpen las beneméritas excepciones, que sin duda habrá, pero en mi consumo casi compulsivo de medios de comunicación no he observado los reportajes, entrevistas y artículos de opinión que el tema sin duda se merece. Tal vez algunos pensarán que así contribuyen a evitar la anarquía y el caos social. En realidad, se está castigando la casi única respuesta ciudadana a los constantes abusos de la Administración. Llevada, además de con firmeza y constancia, con muy elevado espíritu de diálogo y unas formas absolutamente civilizadas de protesta. El castigo mediático abona el fatalismo ciudadano de Cataluña, ya de por sí mucho más grave que el de la mayoría de países avanzados de nuestro entorno. El caso del recibo del agua pone de manifiesto la existencia de un preocupante eslabón perdido entre los intereses de los ciudadanos y los de los medios de comunicación, mucho más atentos a las evoluciones de la vida política, a menudo retóricas, incluso huecas, que a la realidad y los problemas de la gente. Si las secciones de Cartas al director de los periódicos y similares de otros medios tienen tanto éxito entre los consumidores, lo lógico sería que no pocos de los temas que allí se tratan y de las denuncias que se manifiestan como válvula de escape a la bilis y la impotencia, tuvieran seguimiento periodístico posterior. Todos sabemos que no es así. Nos quejamos del bajo consumo de periódicos, de la tendencia que apunta a un cierto abandono de la radio hablada en beneficio de la musical (y aún la radio es el modelo que imitar por los demás medios de comunicación), pero conociendo el remedio no ponemos en práctica el acercamiento a los ciudadanos que nos haría más próximos a sus preocupaciones que a las del poder. Ni que decir tiene que el mea culpa empieza por uno mismo. Los políticos no paran de soltar la cantinela de que su trabajo es resolver los problemas de los ciudadanos, cuando es también su trabajo, y en qué medida, acallar las voces ciudadanas que se alzan exigiendo o proponiendo soluciones a sus problemas. La cruz de la moneda no es menos cierta que su cara. Una anónima estudiante manifestaba anteayer que las malas condiciones -pésimo estado de las aulas, masificación, desatención, etcétera- sobre las que las protestas de 1996 pretendían llamar la atención se han deteriorado en vez de mejorar. Es posible, concluía, que protestar sea la mejor manera de empeorar. Que la percepción subjetiva, perfectamente creíble, de segmentos del colectivo estudiantil no responda al retrato global de la realidad -extremo a explorar-, no quitaría un ápice de sentido a su irónica y amarga conclusión. Más nos vale quedarnos quietecitos. Los primeros en reclamar serán los últimos en ser atendidos. Con este tipo de lecciones se pretende avanzar la edad de ingreso en el fatalismo ciudadano. Y se consigue. Tal vez así se explique la resignación ante las colas de meses o años que sufren los usuarios de la salud pública. Los socialistas acaban de presentar un plan para reducir el déficit de la Generalitat en la materia y a la vez reducir los tiempos de espera desviando pacientes hacia centros con menos demora en el tratamiento que precisan. Bien está. Pero no deberían extrañarse si la propuesta no despierta los entusiasmos esperados. El fatalismo ciudadano también tiene su cruz, y se llama desconfianza. Una policía recién estrenada propina soberanas palizas a personas sin duda merecedoras de otro trato, humilla por doquier, usa un vocabulario más que impresentable, y no pasa nada. Al parecer, todos hemos asumido que la corrupción es un mal endémico sin fijarnos en los modelos de países que la tienen mucho más reducida, acotada y perseguida que la nuestra. A escala española, y tras el paréntesis que va de Filesa a Roldán y Rubio, la sensación de impunidad ha vuelto a adueñarse del terreno. En Cataluña nunca ha acabado de desaparecer. Pero ni aquí ni allí han cambiado los usos y costumbres que la favorecen. De momento, la llegada del general invierno ha puesto sordina al crescendo de la indignación ciudadana por los peajes abusivos. Pero más de uno mira desde su despacho la previsión del tiempo para el siguiente fin de semana con extrema y secreta preocupación. Si cualquier domingo soleado, aunque sea de invierno, después de unas insufribles horas de atasco en la autopista, alguien decide levantar las barreras y la cola entera pasa sin pagar, estaremos ante el principio del fin del fatalismo ciudadano. A pesar de tanta abulia social inducida, no sería raro que a un periodo tan dilatado de calma le siguiera alguna mínima, tonificante, inesperada convulsión, que sin duda tildaríamos desde los periódicos de imprudente salvajada desestabilizadora.

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