Tribuna:

Encadenados para disolverFRANCESC DE CARRERAS

¿Elecciones en marzo o en noviembre? La pregunta circula insistentemente en referencia a las elecciones al Parlament de Catalunya. Y casi siempre se formula de tal manera que parece que la opción que se debe escoger sea algo que dependa solamente de la libre voluntad del presidente de la Generalitat, el cual no tiene ningún límite en su decisión de fijar la fecha de la disolución del Parlamento y el día de celebración de las nuevas elecciones. Efectivamente, el presidente es quien tiene las facultades legales para hacer ambas cosas. Sin embargo, la decisión que adopte debe ser razonada objetiv...

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¿Elecciones en marzo o en noviembre? La pregunta circula insistentemente en referencia a las elecciones al Parlament de Catalunya. Y casi siempre se formula de tal manera que parece que la opción que se debe escoger sea algo que dependa solamente de la libre voluntad del presidente de la Generalitat, el cual no tiene ningún límite en su decisión de fijar la fecha de la disolución del Parlamento y el día de celebración de las nuevas elecciones. Efectivamente, el presidente es quien tiene las facultades legales para hacer ambas cosas. Sin embargo, la decisión que adopte debe ser razonada objetivamente; es decir, los motivos aducidos no pueden ser de mera conveniencia política u oportunidad partidista, sino que deben responder a la lógica de la forma de gobierno parlamentaria, en la cual este tipo de disolución adquiere su pleno sentido. En efecto, la disolución anticipada por voluntad del presidente de la Generalitat está regulada en la ley 3/1982, del 23 de marzo, del Parlament, del president i del Consell Executiu, modificada, precisamente en cuanto a la disolución, por la ley 8/1985, del 24 de mayo. Dicha ley señala explícitamente dos límites: primero, el presidente no puede disolver el Parlamento cuando esté en trámite una moción de censura, y segundo, tampoco puede hacerlo antes de un año de la última disolución por este mismo procedimiento. En estos supuestos, el texto legal es perfectamente claro. Ahora bien, ¿existen otros límites implícitos que impidan al presidente actuar con total libertad al escoger el momento de disolver y convocar nuevas elecciones? A mi modo de ver, la respuesta es claramente afirmativa: el presidente debe tener "razones específicas" para disolver legítimamente. En efecto, el Estatuto de Cataluña, norma superior a la ley antes dicha, establece en su artículo 31 que el mandato de los diputados será de cuatro años. En consecuencia, la facultad del presidente de disolver anticipadamente permite limitar el derecho de los diputados a ejercer durante cuatro años el cargo y, asimismo, limita el periodo de mandato que, también por cuatro años, los ciudadanos han otorgado a estos mismos diputados. Por tanto, el acto de disolver el Parlamento, si bien autorizado por ley -dudosamente constitucional, por cierto-, tiene importantes repercusiones y, en consecuencia, dicho acto, para ser legítimo, debe estar fundamentado coherentemente. El fundamento lo encontramos en la razón de ser de tal precepto, o, dicho de otra manera, el fundamento lo hallamos en la función que la disolución anticipada realiza dentro de la forma de gobierno parlamentaria, motivo por el cual ha sido introducida legalmente en el ordenamiento estatutario catalán. Como en todo sistema democrático, la forma parlamentaria permite al ciudadano participar en las decisiones políticas mediante la emisión del voto. En este caso, el ciudadano elige a unos representantes -los diputados- que, a su vez, designarán un presidente de Gobierno, el cual -en nuestro sistema- designará, por último, a los miembros de su consejo ejecutivo. Hay, por tanto, una cadena representativa que se inicia con el voto del ciudadano y llega a crear unos órganos legislativos y ejecutivos legitimados democráticamente. Lo característico del sistema parlamentario es que entre unos y otros sujetos, mediante la regla de la mayoría, se establece una relación de confianza: el ciudadano deposita su confianza en el Parlamento, éste en el presidente del Gobierno, y el presidente, en los miembros de su Gobierno. A su vez, cada uno de ellos es directamente responsable ante quien lo ha elegido: los diputados ante los ciudadanos, el presidente del Gobierno ante el Parlamento, los miembros del Gobierno ante el presidente. No es ésta la única forma de gobierno propia de las democracias. En los sistemas presidenciales -por ejemplo, en Estados Unidos-, los ciudadanos establecen una doble relación de confianza: por un lado, con el presidente y por otro, con los diputados y senadores. El presidente, en este supuesto, no puede disolver las cámaras ya que éstas tienen la confianza directa del pueblo y son responsables únicamente ante él. Sin embargo, en un sistema parlamentario, como es nuestro caso, el presidente puede disolver las cámaras: ¿por qué razón? ¿Por qué en los sistemas parlamentarios el jefe del Ejecutivo puede disolver el Parlamento, y reducir el periodo de mandato de los parlamentarios y con fuerza suficiente para interceptar la relación directa de confianza que existe entre ellos y los ciudadanos? Sólo puede haber una razón: que el jefe del Ejecutivo no pueda llevar a cabo la función que se le ha encomendado; es decir, que no pueda gobernar porque no dispone de una mayoría suficiente en el Parlamento que le permita realizar la tarea para la que fue designado. La disolución, así, es una especie de rendición ante la cruda realidad de una irremediable falta de apoyo parlamentario que impide seguir gobernando. El presidente, ante esa realidad, puede disolver anticipadamente la Cámara para poner fin a la situación. Tras nuevas elecciones, quizá pueda formarse una mayoría suficiente -basada en el mismo o en otros partidos- que dé soporte parlamentario a un nuevo gobierno. Ésta es, con múltiples variantes, la única razón para anticipar elecciones, si exceptuamos los reajustes técnicos justificables para no hacer coincidir las elecciones con periodos del año -por ejemplo, los meses de julio y agosto- que no son adecuados para su celebración. Ahora bien, dado que la disolución, como hemos visto, es un acto discrecional del poder, debe ser un acto controlable. Sin embargo, en este supuesto, el control no es jurisdiccional -es decir, no se lleva a cabo por órganos judiciales-, sino que es un control político que se lleva a cabo por los ciudadanos en las elecciones subsiguientes a la disolución. Allí es donde se dilucidará -entre otras muchas cosas, por supuesto- si las razones dadas para disolver están justificadas o son simples arbitrariedades fundamentadas en conveniencias partidistas. En este segundo caso, el ciudadano puede tenerlo en cuenta a la hora de votar, en las elecciones inmediatas, a unas u otras formaciones políticas. En la actual situación de la política catalana, la falta de leal apoyo a la aprobación de las respectivas leyes de presupuestos y las súbitas quejas de Jordi Pujol por el modelo de financiación pueden explicarse, quizá, por el deseo mutuo de encontrar razones para disolver tanto el Parlament como el Congreso de los Diputados. Si Convergència i Unió (CiU) pierde el apoyo parlamentario del PP en Cataluña, debe cesar -en pura lógica- el apoyo de Pujol al Gobierno de José María Aznar en Madrid. Por tanto, si ambos desean disolver anticipadamente las cámaras, Pujol puede convocar elecciones en marzo alegando las quejas sobre la financiación, y retirar la confianza en el Gobierno de Aznar, forzando así elecciones generales. Quizá les convenga a los dos, quizá sólo a alguno de ellos. En todo caso, en este supuesto de la disolución parlamentaria, CiU y el PP se hallan, como Ingrid Bergman y Cary Grant en el estupendo filme de Hitchcock, encadenados.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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