Tribuna:

"¿Constitución o muerte?"

Acercarse a la Constitución de 1978 con intenciones de reforma o de reinterpretación -de "relectura", decimos hoy- ha suscitado comprensibles reacciones de cautela. Pero ha provocado también menos explicables respuestas de tono alarmista e incluso airado.En algunas bocas parecía resonar uno de los gritos románticos del XIX -"¡Constitución o muerte!"- que movilizaron a los liberales contra los absolutistas. Los liberales afirmaban así su oposición incondicional al régimen absolutista: decían preferir la muerte antes que renunciar a la Constitución. Y algunos pagaron realmente el precio de la vi...

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Acercarse a la Constitución de 1978 con intenciones de reforma o de reinterpretación -de "relectura", decimos hoy- ha suscitado comprensibles reacciones de cautela. Pero ha provocado también menos explicables respuestas de tono alarmista e incluso airado.En algunas bocas parecía resonar uno de los gritos románticos del XIX -"¡Constitución o muerte!"- que movilizaron a los liberales contra los absolutistas. Los liberales afirmaban así su oposición incondicional al régimen absolutista: decían preferir la muerte antes que renunciar a la Constitución. Y algunos pagaron realmente el precio de la vida por empeñarse en poner freno a la arbitrariedad de la monarquía absolutista.

Gracias a aquellos esfuerzos, nuestra circunstancia histórica es hoy muy diferente. Sólo una minoría marginal rechaza la democracia constitucional. Y la inmensa mayoría asume con naturalidad que las reglas del juego político han sido formalizadas en un solemne pacto ciudadano -la Constitución-, del que nadie puede sustraerse. Éste es el sentido de cualquier acuerdo constitucional. En España y en todo régimen político donde son las leyes las que encuadran las decisiones de autoridades y ciudadanos.

Pero de ahí a insinuar que tales reglas son inmutables o difícilmente reformables media un trecho excesivo. Es comprensible la pasión por aferrarse a las tablas constitucionales. "Más duraderas que el bronce", afirmaban los romanos de sus leyes. Especialmente, en sociedades como la nuestra, donde la conflictividad política llevó consigo la inestabilidad de los acuerdos constitucionales.

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Proteger la Constitución contra excesivas veleidades de reforma fue ya una preocupación de los primeros liberales. En plena Revolución Francesa se llegó a propugnar la pena de muerte para quien propusiera la reforma de la Constitución. Afortunadamente, tal expediente disuasorio resulta ahora desmesurado, incluso para los más reacios a las reformas constitucionales.

La visión de la mayoría de constitucionalistas y politólogos es hoy más laica y menos fundamentalista. La Constitución es, sobre todo, un instrumento de convivencia. De tal manera que son las exigencias de esta convivencia las que han de condicionar el tenor de los pactos, y no a la inversa. Por esta razón, los pactos constitucionales tienen una naturaleza mudable: lo señalaba ya uno de los padres de la Constitución de Estados Unidos, la más antigua de las Constituciones vigentes. Thomas Jefferson llegó a afirmar que "toda ley y toda constitución expiran a los treinta y cinco años".

Jefferson no acertó en su pronóstico temporal, puesto que la Constitución de Estados Unidos ha durado más de dos siglos. Pero sí acertó en que la vigencia de un texto constitucional descansa en su capacidad de adaptación a los cambios políticos y sociales. Para seguir con el ejemplo americano, es bien conocido que su misma antigüedad es compatible -o mejor, es tributaria- de frecuentes enmiendas al texto original. Puede afirmarse que es la Constitución más antigua, precisamente porque es una de las más reformadas.

Por lo demás, la adaptación constitucional no sólo se manifiesta en procesos de reforma literal. Se expresa también en mutaciones de su interpretación, tal como los expertos nos vienen enseñando desde hace mucho tiempo. Las constituciones cambian, porque se reforman, ciertamente. Pero también cambian -y perduran- porque "mutan". Es decir, porque -sin alterar la letra- se dan interpretaciones nuevas de su texto, que recogen cambios -a veces transcendentales- en la práctica política.

La mutación sin reforma ha sido frecuente en la historia constitucional. Así ha ocurrido allí donde se ha desarrollado una "relectura" -como hoy decimos- del texto, aceptada por la mayoría de los actores y sin que nadie la impugnara formalmente. O donde tal reinterpretación o "relectura" ha sido explícitamente avalada por la autoridad judicial que tenía la facultad de pronunciarla. La referencia a las mutaciones constitucionales no es de hoy. Se remonta a principios de este siglo que está acabando. En cierto modo, asumía una visión más o menos darwinista: resisten y sobreviven los organismos que saben mutar para adaptarse al entorno. Perecen los que no quieren -o no pueden- adaptarse.

Una Constitución no es otra cosa que "una estructura dinámica, es decir, producida por elementos en mutación y, por consiguiente, variable en sí misma". Lo escribió hace años Manuel García Pelayo, primer presidente del Tribunal Constitucional español. Esta visión dinámica -y no un empecinamiento inmovilista- es lo que habría que esperar de una constructiva lealtad a la Constitución. Cerrar puertas a su revisión o a su relectura equivaldría a preanunciar su lenta -o no tan lenta- pérdida de vigencia social.

Josep Maria Vallès es catedrático de Ciencia Política de la Universitat Autònoma de Barcelona.

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