Un buen invento
Estoy leyendo la última novela de John Updike, La belleza de los lirios, una historia del siglo XX en Estados Unidos, entre la invención del cine y el peso de la religión: cuenta la muerte de un párroco que pierde la fe, y la vida de su nieta, famosa estrella de cine, y la venganza de la fe, que devora al bisnieto del párroco, víctima de una secta moderna: 464 páginas sobre el arte de la ilusión y la credulidad. Cuando el párroco recibe la tremenda revelación de la inexistencia de Dios, pierde la voz, la profesión, la casa, la vida. No tengo fe, confiesa a su mujer, y la mujer, juiciosa, le di...
Estoy leyendo la última novela de John Updike, La belleza de los lirios, una historia del siglo XX en Estados Unidos, entre la invención del cine y el peso de la religión: cuenta la muerte de un párroco que pierde la fe, y la vida de su nieta, famosa estrella de cine, y la venganza de la fe, que devora al bisnieto del párroco, víctima de una secta moderna: 464 páginas sobre el arte de la ilusión y la credulidad. Cuando el párroco recibe la tremenda revelación de la inexistencia de Dios, pierde la voz, la profesión, la casa, la vida. No tengo fe, confiesa a su mujer, y la mujer, juiciosa, le dice que se deje de fantasías: la fe es algo que nosotros construimos, una costumbre. Ahora leo el discurso de Manuel Chaves en Granada, en un acto solemne de la Fundación del Legado Andalusí: Chaves desea que Andalucía recupere su tradición de tierra tolerante, atenta a los otros, unión del Norte y el Sur en el Mediterráneo. Que el Mediterráneo jamás sea una frontera hostil, línea insegura entre la pobreza y la riqueza. Así debería ser Andalucía (a mí me gustaría que una Andalucía así fuera parte de España, lo digo en estos días en que España parece no ser): las palabras de Manuel Chaves son un buen programa para inventar un país. Porque los países hay que inventarlos, no han sido hechos para siempre destilando y depurando esencias imperecederas, más allá del tiempo, es decir, sagradas. Los países se inventan a través de la historia: son algo que se construye, una costumbre, como la fe. Las esencias andaluzas de tolerancia y pacífica asimilación entre gentes distintas son imaginarias, míticas, ideales: no existen, o existen poco, pero deberíamos inventarlas, hacerlas costumbre. Nuestra historia es sanguinaria: desde la conquista árabe y bereber pelearon árabes contra bereberes y árabes contra árabes e indígenas, sirios, yemeníes, abasíes y muladíes en guerra civil; ciudades sublevadas en lucha por su independencia fueron aplastadas; hubo tolerancia religiosa, pero también persecuciones, hasta la conquista cristiana, cuando acabó la tolerancia. Los tiempos de esplendor suelen ser tolerantes, pero, si llegan el hambre y la peste, el mundo suele matar la necesidad y el miedo destrozando a los extraños y débiles que no viven como todo el mundo (es decir, como uno mismo): el arrasamiento de juderías y morerías florecía en tiempos de malas cosechas. Matar al prestamista y al comerciante era matar la deuda. Liquidar a un campesino era poseer la tierra. La historia es criminal: merece ser olvidada, pero debe ser recordada, como una maldición. ¿Para qué hablar de guerras civiles aniquiladoras y expulsiones en masa de judíos y moriscos? Y el periódico trae noticias más recientes: construyen un campo de fútbol cerca del Barranco de Víznar, donde están enterrados 4.000 fusilados en 1936, Federico García Lorca entre ellos. Es una cifra: 4.000 fusilados en Granada, sólo en Granada. Es nuestro pasado, parte de nuestra tradición. Ojalá sea más tolerante el mañana que inventamos ahora.