Reportaje:EXCURSIONES: CAMINO DE LAS VENTAS

Territorio bravo

Hacia 1590, el duque de Maqueda, que era el señor de Campillo y Monesterio, se vio urgido a venderle a Felipe II ambas villas, con todos sus montes y labradíos, para que el rey pudiera redondear un fabuloso coto en torno al flamante monasterio de San Lorenzo. Como las más de 300 familias que en ellas vivían no se podían cazar, tuvieron que emigrar. Tres siglos después, tras la revolución de 1868, estas tierras volverían a manos de particulares, mas ahora como fincas morrocotudas consagradas al ganado bravo. Hoy, Campillo y Monesterio son apenas dos nombres junto al camino que va de El Esco...

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Hacia 1590, el duque de Maqueda, que era el señor de Campillo y Monesterio, se vio urgido a venderle a Felipe II ambas villas, con todos sus montes y labradíos, para que el rey pudiera redondear un fabuloso coto en torno al flamante monasterio de San Lorenzo. Como las más de 300 familias que en ellas vivían no se podían cazar, tuvieron que emigrar. Tres siglos después, tras la revolución de 1868, estas tierras volverían a manos de particulares, mas ahora como fincas morrocotudas consagradas al ganado bravo. Hoy, Campillo y Monesterio son apenas dos nombres junto al camino que va de El Escorial a Villalba entre dehesas pobladas de fresnos, encinas y toros negros como las Parcas y el corazón de los poderosos que tejen y destejen a su capricho el destino de los pueblos.Nadie ha sabido decirnos por qué se le llama Camino de las Ventas del Escorial -así rezan los letreros callejeros por la parte de Villalba-. Cordel de ganados era y es, eso seguro, que une a guisa de by-pass la Cañada Real Leonesa, a su paso por El Escorial, con la Segoviana, que corre por Villalba. Sea lo que fuere, es un camino llano, hacedero y muy vistoso tras las primeras lluvias del otoño, cuando las grandes praderas reverdecen, los fresnos amarillean -como si palidecieran ante la perspectiva de ser nuevamente desmochados para servir de alimento al ganado en invierno- y las encinas inmarcesibles, podadas sus copas en parasol por el incesante ramoneo de las reses, exhiben ya la oronda y dulce glande marrón.

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Aprovechando este glorioso momento, vamos a llegarnos al cámping El Escorial para echarnos a andar por la pista de tierra que rodea sus instalaciones por la izquierda. En breve, avistaremos a levante, despuntando sobre la arboleda, la soberbia torre-fortaleza y la iglesia de la finca El Campillo, restos del pueblo homónimo que datan, en ambos casos, del siglo XIV. Rebasado el cámping, el viejo cordel sigue, sin pérdida posible, delimitado por alambradas y añejas cercas de piedra que sólo se abren de tarde en tarde para franquear el acceso a desaforados predios -como el cortijo Wellington-, con su hierro pintado por doquier, su oscura manada en lontananza y el necesario tentadero. Vivo contraste depara la horizontalidad geométrica de la dehesa con la aspereza geológica de los montes que abollan el horizonte por el septentrión: desde el Abantos, que dejamos a nuestras espaldas, hasta la Maliciosa, que se empina puntiaguda al noreste.

Nuestro camino, por el que asoma a trechos el antiguo empedrado, nos hará pasar en cosa de una hora sobre el arroyo Guatel Primero, remangado allí mismo en un precioso embalse. Y en otra media hora, junto a las exiguas ruinas de Monesterio: tan sólo una casona de dos plantas y un solitario portalón con arco de medio punto. Dice la leyenda que en los baños que aquí hubo fizo el rey don Rodrigo un nidito para La Cava. Dice la historia, en cambio, que primero fue monasterio mozárabe -de ahí, su nombre-; luego casa de descanso de la Católica en sus jornadas por la balbuciente España; más tarde, solar de un pueblo sin suerte; y, por último, pabellón de caza de Felipe II. Ahora sólo viven, encaramadas en las chimeneas, varias parejas de cigüeñas blancas.

Poco más adelante, la dehesa arbolada da paso a prados mondos, y éstos, a su vez, a parcelas urbanizadas con gusto desigual, tirando a malo. La vía pecuaria desemboca en la carretera de Galapagar a Guadarrama, justo donde el río que ha dado nombre a la sierra enhebra el puente del Herreño. Y es una lástima que esta obra del siglo XVIII, con sus tres arcos carpaneles y tajamares de sección ojival, se encuentre hoy acogotada por el asfalto, las zarzas y los chalés... Antaño arrasaba el rey, hogaño los ciudadanos: progreso lo llaman. Definitivamente, la historia es como un toro, que diría Jesulín. Como un toro resabiado.

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