Tribuna

Mediodía frente al lago

Por la radio, unas voces graves informan sin cesar y en conexiones múltiples, llenas de esta emoción trepidante que los periodistas radiofónicos saben contagiar cuando acontecen sucesos imprevistos. Se acumulan las opiniones, las conexiones, las preguntas, como si fuera posible rellenar el vacío de la estupidez con el peso de las palabras, con la trepidante movilización periodística. También yo formo parte de la caravana. Una ambulancia pide paso y en dirección opuesta avanzan unos severos coches funerarios, pero es difícil dejar de considerar la belleza de este día, con sus nieves en lo alto,...

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Por la radio, unas voces graves informan sin cesar y en conexiones múltiples, llenas de esta emoción trepidante que los periodistas radiofónicos saben contagiar cuando acontecen sucesos imprevistos. Se acumulan las opiniones, las conexiones, las preguntas, como si fuera posible rellenar el vacío de la estupidez con el peso de las palabras, con la trepidante movilización periodística. También yo formo parte de la caravana. Una ambulancia pide paso y en dirección opuesta avanzan unos severos coches funerarios, pero es difícil dejar de considerar la belleza de este día, con sus nieves en lo alto, su amena campiña baja y el sol lamiendo el panorama completo por primera vez después de unos húmedos días.Ya frente al lago, observo embobado, durante un rato, la cola del catamarán, los restos de un naufragio inexplicablemente acaecido a unos metros escasos de la orilla. Está reluciente, era nuevo, y ecológico. Un par de patos nadan indolentes ajenos a la tragedia, naturalmente, pero también a la enorme excitación que se produce en tierra. Frente a ellos, los policías se agrupan por colores, los trajes oscuros y los teléfonos portátiles uniforman a los políticos, al personal consular, a los ejecutivos de las aseguradoras. Los periodistas, con sus micrófonos, grabadoras y libretas. Sobre una antigua barcaza con el mascarón de proa en forma de cabeza de cisne, los fotógrafos esperan que la grúa alce el catamarán de las aguas y muestre el estómago de la tragedia.

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Se habla en pequeños grupos. Un político socialista se acerca para expresarme su preocupación. Está dolido por la tragedia, por la repercusión de la tragedia y por su compañero, Joan Solana, el alcalde, uno de los mejores políticos gerundenses, ciertamente. Renovó el urbanismo, impulsa una sorprendente política cultural y toreó con la más fea, es decir con el fantasma del racismo, en una ciudad que pasó por serlo, a pesar de tener uno de los mayores índices de solidaridad con los emigrantes gambianos. No tiene suerte, Solana, y no tiene suerte Banyoles. A pesar de su belleza y de su interesante vida civil, destacó por una historia mal contada y destaca hoy por una colosal e incomprensible catástrofe.

Uno de los gambianos afincados en Banyoles, Dala, ha visto en primera línea la tragedia, pero no quiere contar su versión; o quizá esté ya harto de contarla. Todos los periodistas buscan una buena historia. La suya sería la mejor: es quien alquila las pequeñas barcas de madera con remos al lado mismo del catamarán. Otros sí quieren contar su versión. Un submarinista de los Mossos d"Esquadra, atlético y bronceado, explica que algunos ancianos habían quedado atrapados entre los asientos del catamarán. "¿Qué expresión tenían?", pregunto, ansioso (es muy sutil la frontera que separa la literatura de la pornografía del suceso). Imagino la angustia de los últimos instantes, pero el submarinista, mirándome con una cierta, y perfectamente razonable, conmiseración explica que bajo las aguas, cuando uno busca los cuerpos de las víctimas, no se dedica a contemplar detalles, "busco, encuentro y tiro hacia arriba". Algunos periodistas regresan de una rueda de prensa del consejero, pero la grúa, al parecer, no puede actuar y los fotógrafos desertan en masa. Subo a la vieja barcaza que han desocupado. El sol ilumina las aguas y puedo distinguir unas ventanas hundidas en el agua verde. Después, me acerco al público que rodea la zona del siniestro, acordonada. Las mujeres gambianas, con sus vestidos multicolores observan, junto a los viejos de aire rústico, junto a chavales de ESO, junto a las señoras recién salidas de la peluquería, junto a decenas de personas.

Un niño cuenta a su padre que nunca había visto tanta gente allí. Llegará Pujol, explica una anciana. Otros políticos han pasado ya. Llegan y dan un fúnebre vistazo al lago junto a los policías.

La muerte, cuando es masiva parece más cruel y cuando llega de una manera tan extravagante e imprevista, parece, si cabe, más estúpida.

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Antoni Puigverd es escritor.

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