Tribuna:

La Pepa

MIGUEL ÁNGEL VILLENA Símbolo de libertad durante casi dos siglos, el grito de "¡Viva la Pepa!" ha servido a todos aquellos que pretendían proclamar la identificación de las constituciones con la democracia. En un país con una historia agitada y convulsa, plagada de pronunciamientos militares y de guerras civiles, las constituciones han supuesto siempre pactos para fijar unas reglas del juego. Desde aquel día de San José de 1812, que alumbró una Constitución de Cádiz conocida popularmente como La Pepa, los demócratas han suspirado por asentar una ley de leyes que no viviera en una zozobra perm...

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MIGUEL ÁNGEL VILLENA Símbolo de libertad durante casi dos siglos, el grito de "¡Viva la Pepa!" ha servido a todos aquellos que pretendían proclamar la identificación de las constituciones con la democracia. En un país con una historia agitada y convulsa, plagada de pronunciamientos militares y de guerras civiles, las constituciones han supuesto siempre pactos para fijar unas reglas del juego. Desde aquel día de San José de 1812, que alumbró una Constitución de Cádiz conocida popularmente como La Pepa, los demócratas han suspirado por asentar una ley de leyes que no viviera en una zozobra permanente. Si exceptuamos la Constitución de 1876, de notables carencias, la Carta Magna de 1978 ha batido una marca de longevidad. Fruto de un más que difícil consenso a la salida de la dictadura, el texto de 1978 logró suscitar el apoyo de la inmensa mayoría de fuerzas políticas y un respaldo amplísimo en toda España, que alcanzó en la Comunidad Valenciana una de sus mayores cotas. Dos décadas después, cabe reconocer que esta Constitución ha dado muy buenos resultados, una opinión que compartimos incluso aquellos que fuimos críticos con el pacto. No se trata tanto de sacralizar unas normas cuanto de trazar un balance. Pero a nadie se le escapa que la organización del Estado fue y es la parte más conflictiva en un país plurinacional. Concebido el régimen de las autonomías como un Estado federal en la práctica, los nacionalistas vascos y catalanes nunca han dejado de tensar la cuerda sobre el arco constitucional. Tampoco cabe sorprenderse porque lo cierto es que los fundamentalistas se ven obligados a basar su política en una constante estrategia de la tensión, en una cansina apelación al enemigo exterior. Pero ya es hora de preguntarse qué entienden Arzalluz o Pujol por soberanía o por autodeterminación. Dejar sin respuesta todo esto entra de lleno en la demagogia. En plena construcción europea donde los estados se difuminan en favor del poder comunitario o de los gobiernos regionales, partidos como el PNV, que sólo representan a una cuarta parte del electorado vasco, podrían explicar qué significa hoy el autogobierno.

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