Tribuna:MÍRAME A LOS OJOS

En otoño, con Serrat, contra la horda

No son tristes estos meses para mí; al contrario. No son fin, sino principio estimulante. Debe de ser, en parte, porque cada vez prefiero más el frío al calor, y porque, al abrigarme sumo, me escondo amablemente tras los símbolos y señales y mensajes de la ropa, y reconozco más que nunca el sentido de lo oculto, la aventura de buscar entre la prolija envoltura de misterios que lucen los otros. Por otra parte, eso de la edad otoñal como sinónimo de irse apagando me parece una estupidez: puede ser la estación de la vida en que te vas encendiendo, y ardes y ya no hay peligro de que quemes; leveme...

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No son tristes estos meses para mí; al contrario. No son fin, sino principio estimulante. Debe de ser, en parte, porque cada vez prefiero más el frío al calor, y porque, al abrigarme sumo, me escondo amablemente tras los símbolos y señales y mensajes de la ropa, y reconozco más que nunca el sentido de lo oculto, la aventura de buscar entre la prolija envoltura de misterios que lucen los otros. Por otra parte, eso de la edad otoñal como sinónimo de irse apagando me parece una estupidez: puede ser la estación de la vida en que te vas encendiendo, y ardes y ya no hay peligro de que quemes; levemente calientas, iluminas. Con el otoño nos llegan algunos placeres culturales: otro aluvión de libros, pero menos frenético que los que se producen en primavera y cerca de la Navidad. Y, cada año, tenemos asegurada una nueva entrega, mejor o peor, pero siempre inteligente, de la historia que Woody Allen lleva décadas contándonos.Este otoño, este final de septiembre que alcanzamos heridos de rosarios y fanatismo, de brazos en cruz e intolerancia disfrazada de respeto por la vida (la vida manejable, la vida que aún no es: ningún respeto para los adultos con pensamiento propio), nos regala, sin embargo, un puñado de canciones de Joan Manuel Serrat que constituyen un acompañamiento para caminar animadamente sobre la hojarasca, salvando con habilidad la mierda que los piadosos esparcen sobre nuestros días pasados, sobre nuestras libertades conquistadas. Quieren que la pisemos, su mierda intransigente, para que contamine nuestros pasos, nuestra huella futura. Hasta que lleguemos al punto de donde ellos no se movieron nunca, al lugar siniestro de la Historia en el que cuidaron, bajo palio, de aquel a quien ayudaron a entronizar para que nos jodiera eso que ahora les preocupa tanto. La vida.

Hace unos pocos años, cuando lo que ahora ocupa La Moncloa se afilaba los dientes para el mordisco electoral definitivo, entrevisté a Stephen Bogart, el hijo de Humphrey y Lauren Bacall, con motivo de la presentación de su primer libro. Mi inglés, adquirido a salto de mata, suele bastarme, pero no me importa que un traductor esté presente, para evitar equívocos. En aquel caso tratábase de una jovencita ornada de tal pesado manojo de cruces y medallas que, de no haber sabido nadar, la habrían conducido al fondo del océano en caso de Titanic o corte de digestión a la marbellí. Cuando la moza se dio cuenta de que yo era yo, es decir, una contumaz columnista anticlerical, me miró con una sonrisa de suficiencia que me puso los pelos de punta. "Ahora nos toca a nosotros", me dijo. "Vosotros habéis estado muchos años quitándonos a Dios". Joven, digo. Joven, mal informada y mal bicho.

Comenté el incidente con amigos más confiados que yo. "Una loca", dictaminaron. "No, no. Se están rearmando", rebatí, todavía horrorizada. El tiempo me ha dado la razón. Rearmados con excomuniones y copones y viejas consignas. Inflamados a fuerza de tragar su propia bilis durante los años en que tuvieron que limitarse a ser ellos los únicos estandartes de su fe, impacientes por imponerla de nuevo a la fuerza y con una pequeña manita que les eche este Gobierno de los suyos a cuyo triunfo coadyuvaron. Porque necesitan rebaño para sentirse pastores. Porque necesitan un país arrodillado para sentirse altos y potentes, de nuevo los amos de nuestra intimidad, como siempre lo fueron desde sus confesionarios. En fin, la vieja patraña.

Así que Joan Manuel Serrat está de nuevo entre nosotros (no se fue: pero hoy su voz suena más alta y orgullosa), más peleón que nunca, en este otoño agobiado de siniestros parteros que se precipitan a robar las libertades del vientre de nuestra sociedad y a insultar a las personas que luchaban para conseguirlas mientras ellos gozaban de los bienes de su odiada democracia. Sombras de la China tiene la poesía característica de Serrat, más depurada que nunca. Y sus susurros de amor aparecen tersos y modulados por la intensidad de la madurez. Desde la poesía de Luis Cernuda que adapta y titula Más que a nadie, para dedicársela a su mujer, esa Yuta de tremenda personalidad (tiene que serlo, para haber podido conservar su propio misterio, sin resultar absorbida por el poeta) hasta Dondequiera que estés, que muchos habríamos querido escribir, de haber tenido su genio.

Por otro lado, su mirada vigilante recorre el triste panorama de nuestros días y convierte su diagnóstico en afiladas canciones. Tan conectado sigue a su país, a su época, que la bellamente aflamencada Los macarras de la moral parece escrita hace unos pocos días, mientras caían Torquemadas de punta ante el Congreso, durante el debate acerca del aborto. En cuanto a Buenos tiempos, contiene un ajuste de cuentas con el supermercado de este fin de siglo que no desmerece del Cambalache que escribió Discépolo y que el propio Serrat grabó. Juzguen ustedes: "Corren buenos tiempos / para la bandada / de los que se amoldan a todo/ con tal que no les falte de nada. [...] Tiempos fabulosos / para la chapuza, / el crimen impune y la caza de brujas". Sin olvidar una pieza deliciosa, que se va haciendo punzante conforme avanza: Princesa, que puede haber sido compuesta después de una amarga reflexión al filo de cualquier programa televisivo de escarnios.

Así pues, caminemos sobre la hojarasca, sin pisar la mierda, con la amistosa proximidad de Joan Manuel, fiel a sí mismo pero no inmóvil. Hagamos sombras de la China con las manos, formas de esperanza contra el horizonte. Porque, como él mismo ha escrito y canta, "las manos del sueño siempre traen un sueño de la mano". El resto es caspa, mugre, pesadilla. Infierno de sotanas aceitosas y sexo sofocado, de niños sobados a hurtadillas en las sacristías, de mujeres obligadas a aceptar los cuernos y la desgracia con resignación, de homosexuales asfixiados por la intolerancia.

Curas retrógrados, beatas reprimidas y otros avemarías: nunca sabréis lo que es escuchar a Serrat en una pletórica mañana de otoño.

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