Tribuna:

La reforma de la Constitución

Durante el abrasador estío, que sólo ahora comienza a dar signos de agotamiento, hemos estado entretenidos con las peripecias judiciales. Aquí, en la provincia, las producidas en torno a la sentencia del caso Marey, con su cortejo de votos particulares y el novedoso espectáculo de un acatamiento que no impide calificarla de injusta y puramente política. En el centro del Imperio y, por tanto, en el Imperio todo, con las malaventuras del presidente Clinton, tampoco exentas de novedad. No porque la rijosidad imperial sea cosa nueva, pues ya desde Suetonio sabemos que es achaque común de quienes p...

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Durante el abrasador estío, que sólo ahora comienza a dar signos de agotamiento, hemos estado entretenidos con las peripecias judiciales. Aquí, en la provincia, las producidas en torno a la sentencia del caso Marey, con su cortejo de votos particulares y el novedoso espectáculo de un acatamiento que no impide calificarla de injusta y puramente política. En el centro del Imperio y, por tanto, en el Imperio todo, con las malaventuras del presidente Clinton, tampoco exentas de novedad. No porque la rijosidad imperial sea cosa nueva, pues ya desde Suetonio sabemos que es achaque común de quienes portan la púrpura, sino por el jugo que el fiscal Starr ha sacado de ella. Este entretenimiento, por desgracia, no ha concluido aún. Aquí nos quedan por ver todavía las consecuencias que acarrea la inaudita decisión del ex presidente González de avalar con su firma el recurso de sus antiguos colaboradores, por razones no fácilmente discernibles. Quizá haya querido certificar con su autoridad de jurista la corrección técnica de esos escritos, pero como esa autoridad no es grande, tal vez lo que desee sea hacer pública su voluntad de presionar políticamente a los miembros del Tribunal Constitucional. Como a su vez esta improbable presión sería más eficaz si fuera discreta, quizá el cálculo sea más maquiavélico y el refrendo de los recursos tenga el secreto designio de reforzar la probabilidad de que sean desestimados, haciendo sospechosa de antemano una posible solución estimatoria. No hay que descartar, por último, que se haya querido simplemente dar una muestra pública de solidaridad con los condenados, pero eso sería aún peor, pues no puede jugarse con el Tribunal Constitucional, víctima además en estos momentos de un maltrato feroz, para dar satisfacción a intereses o afectos particulares. Tampoco faltan incógnitas por resolver en el proceso imperial. Todavía no sabemos cuál era el orificio de su rollizo cuerpo que la señorita Lewinsky utilizaba para satisfacer la lubricidad de su pareja, ni las consecuencias que se seguirán de que fuera uno u otro, ni, en fin, si el infatigable fiscal especial decidirá incluir en su inacabable investigación los motivos que han llevado al bombardeo de Afganistán y Sudán. Esto parece más bien cuestión política, pero si de una oscura especulación inmobiliaria se ha podido llegar hasta el bajo vientre de la señorita Lewinsky, no parece difícil que, a partir de él, se considere imprescindible averiguar si los misiles Tomahawk han sido utilizados efectivamente para poner fin al terrorismo, o sólo quizá para apartar la atención del público de lo que sobre él o en su inmediato entorno se hacía. Una vez emprendida, la vía de judicialización de la política puede llevarse hasta donde se quiera.De otra parte, antes de que ese entretenimiento concluya, la otra gran institución del imperio, el mercado financiero, comienza a ofrecernos otro aún mayor. Más amargo también, porque amenaza con afectar, antes o después, a nuestras propias economías y porque recuerda, una vez más, nuestra absoluta impotencia para ordenar un sistema económico al que quizá no haya más remedio que resignarse, pero que sólo los ideólogos más cerrados a la razón pueden considerar racional.

Entre el entretenimiento que boquea y la preocupación que comienza, ha pasado, no desapercibida para la opinión, pero sí insuficientemente valorada, la gran decisión de los partidos nacionalistas de celebrar el vigésimo aniversario de la Constitución con la proclamación explícita de su desafección por ella y la propuesta de reformarla para adecuarla a la realidad plurinacional que para ellos es la propia del Estado español. La cosa venía preparándose de atrás. El documento Ardanza, apoyado en la original lectura que convierte la noción de los derechos históricos en una categoría universal del Derecho Natural, y los documentos catalanes sobre la "cosoberanía", apuntaban inequívocamente en ese sentido, pero ahora el propósito es ya manifiesto y declarado. Seguramente sería mejor para todos que ese propósito no existiera, pero, puesto que existe, bueno es que se haga público para que también públicamente podamos dialogar. Para que el diálogo pueda llevar a alguna parte, sea ésta la que fuera, es necesario sin embargo que sea claro, y tanto en el Acuerdo o Pacto de Barcelona como en la información disponible sobre lo que se puede conseguir en las conversaciones que han de celebrarse primero, ya casi inmediatamente, en Bilbao, y después en Santiago hay, me parece, algunas oscuridades, sobre todo tres de bastante monta, pues una se refiere a la necesidad misma de la reforma, otra a su punto de partida y otra, en fin, a su meta. No son las únicas, ni es fácil aislarlas de otras muchas que las rodean, pero por algún sitio y en algún momento se ha de empezar.

La primera de estas oscuridades es quizá puramente táctica y por eso seguramente la que resulta más fácil esclarecer. Si lo que se quiere es que el Estado español se autodefina constitucionalmente como Estado plurinacional, la reforma es imprescindible porque la Constitución actual no se fundamenta en la existencia de una pluralidad de naciones, sino de una nación única dentro de la que existen nacionalidades y regiones. Como la diferencia entre nacionalidad y nación se basa en argumentos siempre discutibles, hace tiempo que muchos hemos aceptado una idea de España como nación de naciones, pero en esa idea España no deja de ser una nación que engloba a las demás, ni, de otra parte, la confluencia de las distintas sociedades nacionales en un solo Estado tendría explicación racional si entre ellas no hubiese algún tipo de unidad previa. Esa unidad de lo diverso, que se proyectó en la Constitución y que quizá puede explicarse, como intenté hacer en un trabajo ofrecido a mis amigos de Unió Democràtica, en razón de la distinta relación que las diversas naciones tienen con el territorio común, no se agota sin embargo en la articulación de las "nacionalidades históricas". La Constitución obliga a tomar en cuenta todas las diversidades objetivas, no sólo algunas de ellas. Si lo que se pretende es que todas las Comunidades que tengan una lengua propia distinta del castellano tengan un representante en la delegación española en la Unesco, no hay necesidad alguna de reformar la Constitución. Si lo que se quiere es, por el contrario y como se dice, que se consagre la plurinacionalidad del Estado español, sí. De una vez por todas se debe abandonar el exasperante juego de las "reinterpretaciones imaginativas". La flexibilidad de los textos constitucionales es grande, pero no ilimitada y no se puede forzar hasta convertirlos en papel mojado.

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Y si la reforma ha de hacerse, se ha de partir de lo que hay. La afirmación (artículo 2º) de que la Constitución se fundamenta en la unidad de la nación española es

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un ejemplo típico de enunciado performativo; no describe la realidad, sino que la crea. Desde el punto de vista sociológico, o histórico, o político, puede decirse que España no ha logrado nunca su unidad nacional, o que la perdió si alguna vez la tuvo. Desde el punto de vista jurídico, guste o no, todo nuestro sistema constitucional está construido sobre la hipótesis de esa unidad; más precisamente, sobre la transformación de esa hipótesis en realidad jurídica. Por eso la Constitución no puede ser reformada si no es con la conformidad de la nación entera, que en este caso, además, ha de expresarse directamente mediante referéndum, y no sólo a través de sus representantes. Cualquier negociación entre partidos, o entre Gobiernos, sólo puede llevar a una conclusión ad referéndum, dependiente en su validez de lo que de éste resulte. Aquí y fuera de aquí. Buena prueba de ello es lo que ha dicho, en relación con las pretensiones de los nacionalistas de Quebec, el Tribunal Supremo canadiense, cuya sentencia, espero, servirá también para aclarar las ideas de nuestros nacionalistas vascos sobre el derecho a la autodeterminación.

Pero antes de someter el resultado de esas conversaciones a la decisión final del pueblo español, es necesario comenzarlas y, antes de eso, parece indispensable también conocer la voluntad del pueblo de esas comunidades que los nacionalistas afirman representar, aunque a lo largo de muchas elecciones nunca hayan conseguido tener en ellas una mayoría clara. Algunas dificultades formales hay para la consulta, pero no insalvables. Más serias son las dificultades sustanciales, las que suscita el contenido de la pregunta que se les ha de hacer a catalanes, vascos y gallegos. Si lo que se les propone como alternativa a la situación actual es la independencia, la pregunta puede ser clara, pero si, como algunos de los partícipes del pacto afirman, lo que se trata de ofrecerles es una especie de confederación, sería necesario precisar el contenido posible de ésta, cosa que parece imposible sin una negociación previa que en consecuencia no podría tener otro fundamento que la opinión de algunos partidos. Como en un tema de esta envergadura esa opinión no puede ser tomada en consideración si no ha sido contrastada en las urnas, cabe esperar que los partidos que la mantienen la coloquen en el centro de sus programas electorales. Mientras no lo hagan, no se puede comenzar a hablar. Por último, apenas resulta necesario decir que la fórmula constitucional de distribución territorial del poder, lo que generalmente se llama el Estado de las autonomías, fue fruto de un compromiso que, como es propio de todo compromiso, no da satisfacción plena a las aspiraciones de ninguna de las partes. Su puesta en cuestión por unos autoriza también a los demás a cuestionarlo, con lo que volveremos a las andadas. La esperanza de que los españoles pudiesen gozar de un siglo XXI más tranquilo que el que habrá de terminar en la noche de San Silvestre del año 2000 (las razones de Ferlosio el Exiguo son concluyentes) comienza a disiparse en medio del silencio, no se sabe si altivo, cómplice, o neciamente astuto, de los "partidos con vocación de Gobierno".

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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