Horizontes lejanos (I)

JAVIER MINA Que los viajes forman no es ningún secreto, lo han comprendido hasta las agencias de viaje. Bueno, lo han comprendido tanto que a nada que uno se descuide acaban metiéndole en un paquete -ahí es nada- junto con las guerras del Peloponeso o la sigilografía altomedieval renana. El viajero ya no es sino un individuo con cara de póquer y el dedo crispado en el gatillo del vídeo dispuesto a que le formen con lo que quieran, lo mismo con unas clases prácticas de bollería tradicional que con seminarios semiológicos. Hay otros viajes, sin embargo, más modestos -en realidad no les convendr...

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JAVIER MINA Que los viajes forman no es ningún secreto, lo han comprendido hasta las agencias de viaje. Bueno, lo han comprendido tanto que a nada que uno se descuide acaban metiéndole en un paquete -ahí es nada- junto con las guerras del Peloponeso o la sigilografía altomedieval renana. El viajero ya no es sino un individuo con cara de póquer y el dedo crispado en el gatillo del vídeo dispuesto a que le formen con lo que quieran, lo mismo con unas clases prácticas de bollería tradicional que con seminarios semiológicos. Hay otros viajes, sin embargo, más modestos -en realidad no les convendría el paquete sino algo más parecido al fardel o al zacuto- pero no por ello dejan de tener su miga. Lo expuso irreprochablemente el sabio al considerar que no emprendería siquiera el viaje hasta el otro lado de la calle si no pensara regresar distinto, un poco más discreto. Y razón no le falta, porque en todas partes hay geografía física, humana y política suficientes como para desbastar al más tarugo. Desde luego, una de las cosas que más abundan es el paisaje. Generalmente lo tenemos hasta debajo de los pies, sólo que no nos damos cuenta. Sin embargo, cuando emprendemos viaje intentamos descubrir el paraíso detrás de cada revuelta, así que tragamos luz, árboles, cuestas y monumentos con verdadera bulimia.Nos pegamos semejantes atracones que acabamos vomitando y maldiciendo la hora en que cambiamos la tele por la aventura. Pero hay raros momentos que se quedan grabados imperecederamente, o sea contra cualquier pampurria. Pongamos, que saturado de los encantos que procura esa cinta continua llamada carretera, usted, intrépido lector, distrae la vista hacia un lado y repara en un cartel que dice: Ruedas la Recta. Sacudido por la emoción, tritura y degusta la paradoja intentando preservarla en la naftalina cerebral, pero aún no ha visto nada. En el transcurso de las siguientes horas se topará con un mesón denominado Gasolina y unos pueblos que también parecen el desguace de un coche: Ventanilla, Rueda de Pisuerga y -el más surrealista- Rebanal de las Llantas. Y con el paisaje viene el mapa, instrumento de gran utilidad cuando se quiere caminar por ignotos parajes, pues de eso trata el viaje, el modesto viaje. Por mucho que uno sepa que el mapa no es el territorio, los verdaderos problemas comienzan con la proposición inversa, porque se suele caminar por los territorios y no por los mapas y, si bien es cierto que no importa que el territorio informe mucho sobre el mapa, cuando éstos sólo sirven para que se camine sobre ellos, porque poco o nada tienen que ver con el paisaje que se halla frente a uno, la cosa se pone muy fea. Pero se aprende mucho. Nada hay que más enseñe que perderse. Sobre todo a... perderse. Porque nada garantiza que uno quede vacunado. Es más, puede que nos volvamos desconfiadísimos y nos pertrechemos de todo tipo de útiles de navegación, incluso de relatos pormenorizados de la zona, pues nada. Claro que, ¿qué se puede esperar de accidentes geográficos como el que sigue: "Por el raso descender por senda flanqueando el monte por el mediodía para ir derivando hacia el N"? Tras habernos perdido en el laberinto iniciático del paisaje y volver un poco más sabios, aún podemos sacarle jugo a la geografía física con la añoranza. Al atisbo de nombres como Arlanza y Carrión, ahora ríos de verdad y no entelequias que yacían en el olvido, nos vuelven aquellas horas de la escuela pasada entre el puntero, los lápices de colores y eso que para lo fundamental no nos sirvió, el mapa mudo, pero que ahora se ha vuelto elocuentísimo y nos habla de los muslos morados del invierno de pantalón corto y las rodillas arañadas del verano. De la manzana verde robada y la merienda de membrillo. ¿Que viajar no forma? Forma hasta cicatrices, porque con la evocación uno no ve la piedra en el camino, tropieza y se traza una rodilla de ocho años, bueno de nueve, cuando trepaba la tapia del corral y se caía. Como se cae el viaje. Antes de apearme, querido lector, le invito a un próximo paseo formativo a bordo de la geografía humana. Entre tanto puede seguir formándose por su cuenta con la geografía química. O matemática. ¡Y disfrute de todo al pasar!

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