Tribuna:RELATOS DE VERANO

'Jamás saldré vivo de este mundo' (2)

Iban en el coche y Asier se preguntó si en realidad Laura habría creído una sola palabra de toda su historia: que estaba en Santa Marta para buscar a un amigo, pero no lograba encontrarlo; que su padre era dueño de un negocio de coches de segunda mano y el amigo se llamaba Gabriel y tenía un barco; que a los dos les gustaba la pesca y pensaban vivir una o dos semanas en altamar. Mientras le contaba todas esas mentiras, de pie uno junto al otro en la barra del Bahía de Cádiz, hubiese jurado que el aspecto de la chica -los ojos incrédulos, el gesto de astucia o burla dibujado en los labios- era ...

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Iban en el coche y Asier se preguntó si en realidad Laura habría creído una sola palabra de toda su historia: que estaba en Santa Marta para buscar a un amigo, pero no lograba encontrarlo; que su padre era dueño de un negocio de coches de segunda mano y el amigo se llamaba Gabriel y tenía un barco; que a los dos les gustaba la pesca y pensaban vivir una o dos semanas en altamar. Mientras le contaba todas esas mentiras, de pie uno junto al otro en la barra del Bahía de Cádiz, hubiese jurado que el aspecto de la chica -los ojos incrédulos, el gesto de astucia o burla dibujado en los labios- era el de alquien que parecia decirle: no puedes engañarme, ¿con quién crees que hablas?, me parece que te confundes, te he descubierto. Pero no dijo nada de eso, ni entonces ni más tarde, cuando conducía por una pequeña carretera hacia su casa.Asier estaba junto a ella en el descapotable blanco, sintiendo que el viento se llevaba su mala suerte, sin sospechar que la mayoría de las personas están hechas justo de todo aquello que creen haber dejado atrás. Pasaron junto a un campo de fútbol y cerca de un parque de atracciones en donde se veía una noria iluminada. Después bordearon el río hasta llegar a una zona pantanosa y allí la muchacha tomó un camino secundario que llevaba hacia el bosque. Lo recordaba todo: los ruidos de la ciénaga -algo que se movía en el agua, un búho-, el olor de los árboles, la forma en que la casa apareció de pronto sobre una colina. Y también se acordaba, una y otra vez, del modo en que empezó a hablarle a Laura en aquel bar de la playa, mientras encendía su cigarrillo:

-Mis hermanos y yo jugábamos a tragarnos el humo de las cerillas. Había que encenderlas y aspirar muy rápido, antes de que empezase el fuego. Después notabas un sabor como a cobre, un gusto amargo, algo que amenazaba con quemarse dentro de tus pulmones. Mi madre odiaba toda aquella historia: decía que el fósforo podía dejarte ciego.

-Bueno, creo que estaba equivocada -dijo Laura-, a juzgar por el modo en que me estás mirando.

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Los dos rieron porque los dos sabían que era verdad. O al menos una parte de la verdad. A Asier le gustaba todo en Laura: la piel blanca, los ojos de un azul mineral, el cuerpo que intuyó limpio y abundante, firme y perfecto; pero también pensaba en la ropa de marca y el coche deportivo, en esa forma articulada y algo silbante de hablar que él asociaba a una infancia hecha de colegios selectos y comida cara, sirvientes de uniforme e invitados bailando en el jardín. Puede que fuesen cosas que le quedaban grandes y puede que ésa fuera la razón para luchar por ellas, de forma que intentó abrirse paso hacia Laura sin reparar en exageraciones o en embustes, y al ver que avanzaba, que la chica iba dejando caer muros y abría puertas hasta entonces cerradas, se sintió invencible y afortunado. Algunos hombres sonríen mientras cavan su propia tumba.

-De manera que estás perdido en Santa Marta -le dijo, entre trago y trago de un vaso de coca-cola que había sacado a la playa y bebía en una de las mesas de manteles rojos del Bahía de Cádiz-, sin amigos y ¿tal vez sin dinero? ¿Sin trabajo? ¿Sin billete de vuelta? ¿Sin sitio a donde ir? A Asier le pareció que le había calado; pudo sentir la ironía en las palabras de la joven, notar cómo los restos de su historia llegaban hasta él y le golpeaban igual que trozos de madera de un barco hundido. Seguía haciendo mucho calor y la noche era tranquila. El mar estaba tan quieto como una plancha de acero. No había ninguna brisa que apagara las velas.

-Bueno, tengo que admitir que en estos momentos me vendría bien encontrar a ese amigo.

Sabía que aquello era sólo un montón de ruido sin nada detrás, una manera absurda de mantener la pelota en el tejado, unos segundos, hasta que Laura se fuese. Miró hacia la entrada del bar, vio que el descapotable seguía allí, en marcha, con la radio encendida; se dijo que así era esa gente a la que no le importaban los gastos, que podía dejar su coche en cualquier parte, con las llaves puestas, sin apagar el contacto, sin preocuparse por la gasolina que iba quemando el motor.

-¿Tienes un hotel donde dormir? -preguntó la chica.

-Pues... He estado por ahí todo el día y, ya sabes... No, aún no.

Continuaron hablando y Asier, que entre mentira y mentira intercalaba historias de su vida real, se dio cuenta de que a Laura le interesaban más las cosas que habían sido ciertas, sus empleos en un aserradero y en una mina de carbón, la vez que estuvo un par de semanas embarcado, cogiendo atunes cerca de la costa de África. Le hablaba del olor de la madera cortada, de los peces atrapados en las redes, de la sensación de estar dentro de una montaña, caminando bajo tierra por una galería, con una lámpara en la mano, y ella parecía imantada por aquel mundo de hombres que peleaban duramente contra las dificultades, hablaba de él con esa visión romántica que las personas a quienes nunca les ha faltado nada tienen de los problemas. De forma que Asier siguió por ese camino.

Al final todo fue muy rápido: Laura se levantó y anduvo hasta su coche; Asier, detrás de ella, mientras la veía arrojar el bolso al pequeño portamaletas trasero y encender las luces y girar despacio el volante, se preguntaba si habría una forma de pararla, de hacer que no se fuese de su lado. Laura arrancó y luego se detuvo junto a él, lo miró como si estuviese intentando decidir entre dos opciones que, en el fondo, le parecían igual de equivocadas y, para terminar, hizo un mohín con las manos, uno de esos gestos que significan: bueno, qué demonios y le dijo:

-Escucha... No sé si podría interesarte. En el jardín de mi padre hay una pequeña casa. A lo mejor te viene bien estar ahí un par de días. Hasta que encuentres a tu amigo... ¿Vale? Muy bien, Asier, entonces, sube al coche.

Estuvo otros diez o doce segundos parado, sin llegar a entender muy bien qué sucedía: había una calle y un bar y un océano; luego estaban el descapotable blanco y la chica y ella le estaba diciendo a alquien llamado Asier que subiera al coche.

-¿Sí o no? -insistió Laura.

-De acuerdo -dijo Asier-. Sólo hasta que encuentre a mi amigo.

Primero vio la colina y después la casa, levantada entre los árboles, en medio de un inmenso jardín. Al acercarse, Laura hizo una señal con las luces, un hombre se asomó desde el otro lado de la verja y, después de cruzarla, avanzaron con lentitud por aquel espacio a la vez pulcro y selvático donde Asier fue descubriendo pequeños grupos de sauces y olmos, setos recortados, muros de hiedra, un cenador, praderas de césped, una piscina, un invernadero... También vio a los perros, unos ocho o diez, moviéndose alrededor del coche, escoltándolos a través de la oscuridad en un silencio tan hermético que sólo podía demostrar dos cosas: o eran inofensivos o estaban muy bien entrenados. Asier hubiese dicho que eran feroces y astutos, sigilosos y eficaces como la misma muerte.

Dejaron atrás la mansión principal y llegaron a la pequeña casa donde iba a dormir Asier, una construcción de una planta con un porche de madera y adelfas plantadas junto a las ventanas. El hombre que les había abierto la verja y otro sirviente estaban esperándoles frente a la puerta. Asier se fijó en que tenían rasgos orientales.

-Son chinos -dijo Laura- y llevan mucho tiempo con mi padre. Se llaman Jing Li y Xuang Pei, pero no intentes recordar cuál es cada uno o te volverás loco.

La muchacha se acercó a los hombres y les dijo algo y ellos se miraron. Luego se volvieron hacia él: su aspecto no parecía amistoso.

Laura le hizo señas para que bajara del coche. Asier abrió la puerta y los perros se levantaron, pero uno de los hombres les gritó alguna cosa que hizo que volvieran a tumbarse; de forma que empezó a caminar entre ellos, lentamente, con los músculos casi paralizados por el peso del miedo mientras oía su respiración y notaba sus ojos clavados en él como clavos en un ataúd.

Al llegar a la casa se sintió mucho mejor: era un sitio agradable, Laura estaba allí y cuando dijo: "Entonces... buena suerte y hasta mañana", él puso su mano sobre la puerta, la rodeó con su brazo libre, la atrajo hacia sí y la besó. Ella sonrió y luego se fue por donde había venido, jardín adentro, dejando una estela de polvo tras su coche blanco.

Él se quedó allí, viéndola desaparecer en las sombras. Durante unos momentos lo olvidó todo, los perros, las verjas, los criados chinos... Sentía en los labios algo dulce y un poco mareante, como dicen que es el sabor del veneno.

Mañana, tercer capítulo

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